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Un disparo en la cima de la “salud privada”

02 de enero de 2025 00:01

Uno pensaría que el sicario es una figura que pertenece estrictamente al mundo del crimen organizado. No es así. El complejo médicofinanciero cuenta también con estos peculiares especialistas. Se trata de los biosicarios (en inglés, medical hitman). Tom Higgins fue uno de ellos durante más de una década en el estado de Virginia en Estados Unidos (véase Sicko, documental de Michel Moore). Su función es relativamente labiorosa: hurgar en el historial de vida de un paciente previamente asegurado hasta encontrar alguna circunstancia que haga posible la negativa de la aseguradora para cubrir sus gastos médicos. Por ejemplo, existen pacientes que no declaran todas las enfremedades que padecieron antes de contratar el seguro.

U otros, que desconocen enfermedades contraídas por sus padres. Todo esto puede abonar información para que en el momento crítico –una operación por ejemplo– la aseguradora cuente con un motivo legal para negarse a pagar los gastos médicos. Siempre la trampa de la “letra chiquita” en los contratos. Un sicario narco emplea un arma para terminar con su víctima. Un biosicario se encarga de legitimar la cancelación de los gastos del paciente, sobre todo en tratamientos costosos, como enfermedades terminales.

En Estados Unidos, los sicarios médicos envían a la tumba a más de 9 por ciento de los pacientes asegurados. El argumento es invariable: “se descubrió finalmente que no cumplía con los prerrequisitos”.

Con frecuencia se afirma que el sistema de salud estadunidense es particularmente inequitativo (desde la perspectiva de los países de la OCDE), porque excluye de entrada a 10 por ciento de la población que no cuenta con ningún tipo de seguro. La verdad es bastante más grave.

De los ya asegurados, 28 por ciento recibirán en algún momento una llamada de sus aseguradoras negándoles el financiamiento para su cura. A éstos les espera la ruina económica –y con ello la catástrofe familiar– o simplemente la muerte.

En 1973, fue el mismo presidente Nixon quien destacó las razones del oximoron que hace funcionar a este sistema.

En grabaciones confidenciales publicadas mucho tiempo después, afirmaba: “El principio es criminal: son compañías de salud [las aseguradoras] que hacen crecer sus ganancias a costa de negar la salud a sus asegurados”. Steve Miller, defensor del OxyContin (medicamento contra el dolor cargado de fentanilo), lo dijo de manera más sucinta: “Así es el capitalismo: inmoral, pero legal”. La máxima es muy sencilla: quien no cuenta con el dinero, no se cura.

Se podría pensar que los sistemas europeos de salud con cobertura universal (cuyos costos se derivan de los impuestos) no son presa de este oximoron. En rigor, no es así del todo. Aquí aparece el siguiente escalón del sinsentido: los costos actuales de los medicamentos más urgentes. Sus fabricantes, las grandes compañías farmacéuticas (Pfizer, Novartis, Johnson & Johnson, etcétera) se encargan de hacer del sistema de salud uno de privilegios ya casi inconcebibles. Su poderío actual se pudo observar durante la pandemia de covid-19, arrastrando a estados enteros a financiar vacunas del más alto grado de incertidumbre (hasta la fecha no publican los resultados de la eficacia de las vacunas que se emplearon). El sociólogo inglés Anthony Giddens las definió como “el verdadero Estado que rige la vida biopolítica (parafraseando el término confeccionado por Michel Foucault).

Hoy existe un centenar de medicamentos capaces de aliviar enfermedades terminales. La big pharma se ha concentrado en monopolizar sus patentes.

El caso del Derapin fue muy elocuente.

Desarrollado en los años 60 para alviar la malaria, costaba 13 dólares. Cuando se descubrió que podía reprimir los efectos del VIH aumentó a ¡750 dólares! Así durante más de 10 años hasta 2022. Otro ejemplo, la historia secreta de Avistin, empleado para combatir el cáncer de colon. Costaba inicialmente 50 dólares.

Cuando se reveló que podía posponer la degradación de la retina ocular, una enfermedad muy difundida, la compañía suiza Novartis produjo su equivalente a un precio de ¡2 mil dólares! En Europa, sólo pudo alcanzar mil euros. Hoy se cuenta ya con un medicamento que erradica la temible y mortal hepatitis C.

Su costo: ¡84 mil dólares! En Europa se consigue por 42 mil euros. También Novartis ha patentado la cura (definitiva) de la leucemia. Un tratamiento que sólo se procura en sus laboratorios de Suiza. Su precio: ¡340 mil euros!

Ninguno de estos medicamentos está a disposición en algún sistema de salud pública. Ni siquiera los sistemas europeos pueden soportar gastos de esta magnitud. Lo punible es que en su mayoría se trata de medicinas desarrolladas gracias a investigaciones en las universidades públicas o con fondos del Estado.

En el siglo XXI, la “cuestión de la salud pública” no se resolverá en los grandes centros de tratamientos de enfermedades críticas –como en el siglo XX–, sino en el acceso a estos nuevos medicamentos cuyos precios han creado una élite tan privilegiada, como lo era la del siglo XIX.

Un tema sobre el cual la izquierda debería reflexionar con más detenimiento a la hora de enarbolar soluciones nacionales al tema de la salud de la población.



Margarita Maza

Fue reconocida en círculos políticos del vecino del norte.

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