El pasado 6 de diciembre tuvo lugar en Canal Red una conversación entre Pablo Iglesias y el historiador italiano Enzo Traverso. El señalamiento y la preocupación central de ese intercambio, a mi juicio, fue la puesta en la mira de la ausencia, para las izquierdas del mundo, de un “horizonte de espera”, que le llama Traverso, o una utopía, como la izquierda la llamaba en el siglo XX. Ahora mismo las izquierdas no están en busca de una utopía alcanzable, un horizonte posible en el que se dibuje una sociedad decente para todos, igualitaria, libre. Libre de la explotación capitalista. Ecologista. Feminista. Que ha abolido el patriarcado, que cuida el medio ambiente. Una utopía que sea una forma de socialismo o comunismo.
Una utopía que anticipe el camino que conduce a ella, sabiendo que se hace camino al andar. Una utopía que ya no puede ser la organización de una revolución de formato militar para la toma del poder.
Traverso apunta las razones por las que el concepto de revolución no está agotado, pero aún es necesario definirla para este siglo. La revolución es un momento (proceso) de ruptura del orden establecido, precedido de un curso histórico que conduce a ese momento.
Es claro que se trata de la elaboración de una novedad histórica que ya no puede reclamarse como parte de la historia de tensiones y convulsiones que impulsaron las revoluciones del siglo XX. La caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS pusieron un punto final a aquellas experiencias revolucionarias tras lo cual advino la globalización neoliberal y la (atroz) naturalización del capitalismo, la aceptación colectiva de este sistema como realidad social incuestionada. Ha sido aceptado el mundo capitalista sin disputas, ni resignaciones obligadas; todos (la inmensa mayoría) han aceptado que “no hay más”. Cualquier desviación de sus fundamentos parece contra natura. Cualquier tentativa de impugnación es delirio. La propiedad privada de los medios de producción es resultado de un “proceso natural”, y de ese hecho deriva la existencia “natural” del trabajo asalariado. Tales son los fundamentos incustionados… de la explotación capitalista del trabajo.
La idea de que la revolución es una suerte de aceleración de la historia en una dirección ineluctablemente determinada es ahora un sueño. No era un sueño el siglo pasado. Era una certeza (y una fe).
La revolución, diría Benjamin, más que una aceleración de la historia es un freno de emergencia a la barbaridad a la que están llevando a la sociedad las derechas y las clases dominantes del capitalismo.
No hay que ir ahora muy lejos: la historia es ya una catástrofe. Y hay que actuar para impedir el desastre.
Es ahí donde aparece la idea del socialismo como apuesta, como desafío, como potencialidad emancipadora. La sociedad y sus fuerzas conscientes tienen que hacerse cargo de ese algo que no ocurrirá ineluctablemente. Las sociedades se mueven vertiginosamente cada día, pero lo hacen en un régimen presentista donde los fundamentos de la operación capitalista no se mueven. El desafío de la izquierda es reconstruir un horizonte de espera, una utopía. Corresponde a los intelectuales de la izquierda construirlo, pero si el relato no está impulsado por los movimientos de masas, no estará engarzado al movimiento de la historia. Se trata, por tanto, de una construcción política. Un horizonte de espera en el que efectivamente converjan los movimientos sociales, las críticas, las aspiraciones políticas, porque de ahí nace el relato de ese horizonte.
Un relato político no es, ni mucho menos, sólo una operación de cálculo racional. La emoción, se sabe, tiene un rol decisivo. El grito “la imaginación al poder” que repitieron activamente los jóvenes en 1968 puede hablar de esa dimensión decisiva. En los momentos de crisis sólo la imaginación es más importante que el conocimiento, dijo Albert Einstein famosamente.
O como dijera Blas Pascal, mil veces evocado: “Hay razones del corazón que la razón no entiende”.
La construcción de la utopía como horizonte de cambio social radical, que incluye el camino conducente, necesita al Estado-nación como espacio de la lucha política.
Operando con las reglas de la democracia liberal, las izquierdas avanzan en el seno del Estado cambiando a su favor la correlación de fuerzas, mientras allegan más y mejores bienes sociales a los excluidos y los explotados. Avanzan ganando cada vez un espacio mayor de poder. Las izquierdas de un Estado-nación que así avanzan requieren que lo mismo ocurra en otros estados-nación, como eslabones de la globalidad existente.
Es preciso que ocurra en una fila significativa de países desarrollados. El momento crítico de ruptura del orden establecido debe darse coordinadamente en un conjunto mínimo de estados-nación, tal que hagan irreversible ese movimiento. El momento de la ruptura del orden establecido debe darse en un estado de huelga general significativa en varios países a la vez. La solidaridad internacional articula la cadena de la ruptura.