El año que está por acabar quedará marcado en los campos de batalla por la ofensiva, lenta pero constante, del ejército ruso, favorecido por su superioridad en efectivos y armamento, lo que le permitió, ante el repliegue de las tropas enemigas, ocupar una cantidad considerable de territorio ucranio, sobre todo en Donietsk, pero esos triunfos tácticos poco significan en un frente de guerra que se extiende más de mil 200 kilómetros.
Es claro, después de casi tres años de muertes y devastación inútiles, que Ucrania no puede expulsar a las tropas rusas de su territorio en las fronteras que tenía en 1991, ni tampoco antes del 24 de febrero de 2022, cuando comenzó la invasión, de igual modo que Rusia es incapaz de lograr una de las metas que fijó Putin para su operación militar especial
: alcanzar los límites administrativos de Donietsk y Lugansk, y más tarde también de Jersón y Zaporiyia.
En el contexto de una guerra de desgaste que no favorece a nadie y rechazada cuanta iniciativa de paz se promovió, Moscú y Kiev confían en que la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca incline la balanza de su lado –Rusia querría que deje de armar a Ucrania; ésta, que baje los precios del petróleo hasta 40 dólares por barril para hundir la economía rusa–, pero si es consecuente y sólo le interesa no gastar más en esa guerra, es previsible que intentará ejercer la máxima presión sobre ambos para que declaren un alto el fuego y se sienten a negociar bajo las condiciones que establezca Washington.
Es poco probable que Putin y Zelensky acepten ser parte del juego de Trump de aparecer como único ganador de la paz y ellos, a ojos de su población, como perdedores de la guerra.