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Santa Anna y el Supremo Poder Conservador

24 de diciembre de 2024 00:02

Los voceros de la derecha defienden unos supuestos “contrapesos” al Poder Ejecutivo, que no fueron electos por voto popular. En su oposición a la política social de la 4T, no pocos exigen restringir el derecho a votar y/o a ser votados. Y exigen que el Poder Judicial se integre selectivamente y se autorregule lejos del voto popular. Para formar los “contrapesos” y el Poder Judicial quieren requisitos que sólo cumple una muy pequeña minoría. Ya va siendo hora de que reivindiquen al paladín de esas causas: su alteza serenísima, el general-presidente don Antonio de Padua María Severiano López de Santa Anna y Pérez de Lebrón.

Les cuento. En 1834 el presidente Santa Anna dio un golpe de Estado: destituyó al vicepresidente en funciones de mandatario, Valentín Gómez Farías, y al gobierno que intentaba una tímida reforma política; luego disolvió al Congreso de la Unión y suprimió la Constitución. Finalmente convocó a un Congreso Constituyente, que tras unas elecciones amañadas redactó la Constitución de 1836 o “Siete Leyes Constitucionales”, en la que se inventó como “contrapeso” a la representación popular un “monstruo jurídico” (la frase es de Jesús Reyes Heroles): el “Supremo Poder Conservador” (SPC), del que dijo Justo Sierra que “fue una rueda de sobra en el mecanismo, que lo pudo todo para estorbar el movimiento, nada para facilitarlo”. Emilio Rabasa lo condenó como “singular y extravagante”. Reyes Heroles, además de llamarlo “monstruo jurídico”, escribe que fue fruto de las fuerzas del privilegio. ¿Qué privilegio? El clero político (dueño de las mejores tierras productivas, del crédito e infinidad de fincas urbanas, controlador de la educación, la salud y las elecciones); los mandos militares que habían combatido a Hidalgo y Morelos en 1810-1815, convertidos en poderosos terratenientes que detentaban el poder público (de los que Santa Anna era ejemplo); los agiotistas y grandes comerciantes, así como los mineros que empezaban a despertar. Muchos de ellos, personeros y operadores del capital británico, francés y yanqui.

La primera ley sistematizó los derechos del individuo y las garantías individuales con base en la tradición británica, más conservadora y elitista que la tradición revolucionaria francesa de los “derechos del hombre y del ciudadano”. Y estos derechos se garantizaban en un doble sistema de equilibrios que a pesar de su aparente universalidad, favorecían a los privilegiados. La segunda ley crea el monstruo jurídico, el SPC. También siguiendo el modelo británico (donde no hubo voto universal, sino hasta 1928, y sólo en la metrópoli, no en las colonias) y con base en teóricos de la monarquía, buscaron crear en una república, algo parecido a un monarca situado por encima de los otros tres poderes: un “poder neutral restaurador de los equilibrios” que contuviera los excesos de la representación popular. (Las citas textuales, aunque no necesariamente la interpretación, son de Luis Medina Peña, La invención del sistema político mexicano).

Para ser elegible al SPC (cinco miembros y tres suplentes) se tenía que haber sido presidente, vicepresidente, senador, diputado, secretario del despacho o magistrado de la Suprema Corte: es decir, en ese momento eran elegibles menos de 200 señores en un país de 8 millones de habitantes. Y no se les elegía por voto ciudadano, sino mediante un complicado proceso entre las juntas departamentales (no había estados ni federación, sino departamentos) y las cámaras de diputados y senadores. Los cinco señores así electos tenían múltiples atribuciones, aunque varias limitaciones reales que los convirtieron en un estorboso adorno que sólo existió cinco años: hasta que Santa Anna se erigió en dictador y derogó la Constitución de 1836.

En cuanto a las limitaciones para votar y ser votado, para ser ciudadano (y tener derecho al voto) se exigía “una renta anual de al menos de 100 pesos, procedente de capital fijo o mobiliario, o de industria o trabajo personal honesto y útil a la sociedad”. Para ser diputado, tener un capital “físico o moral” que produjera al menos 2 mil 500 pesos anuales (25 veces más que para ser ciudadano); 3 mil 500 para ser senador y 4 mil para ser presidente. No en balde los políticos que diseñaron este modelo se autonombraban “hombres de bien”. Para diputados podían votar de manera indirecta todos los que tenían derechos ciudadanos, pero para senadores y presidente las cosas se enredaban, para que sólo los “hombres de bien” ya electos a alguna de las cámaras nacionales o a las “juntas departamentales” tuvieran en sus manos la decisión. Y no olvidemos del “Consejo de Gobierno”, formado por 13 individuos de los que al menos dos serían eclesiásticos y dos militares, designados por el presidente de una lista de 39 preparada por el Congreso.

Recapitulemos: un control oligárquico y excluyente de los órganos del Estado. Un SPC integrado por personas que tenían que cubrir gran cantidad de requisitos, y designados por los otros poderes, controlados por los representantes de la oligarquía para poner coto a la voluntad popular. ¿No se parece mucho al conjunto de instituciones supuestamente autónomas (autónomas de la voluntad popular, no de aquellos a quienes responden, como mostramos a propósito del Banco de México: https://www.jornada.com. mx/2020/12/15/opinion/016a2pol) que están siendo eliminadas por el Congreso de la Unión, en obediencia al clarísimo mandato que el pueblo le dio el 2 de junio?

La derecha ha reivindicado abiertamente a Iturbide, Maximiliano y Díaz; y hoy, de la mano del neocolonialismo ideológico galopante en España, a Hernán Cortés; incluso, tímidamente, a Gustavo Díaz Ordaz. Ya es tiempo que se descare y reivindique a su otro héroe y precursor, aquel que entre 1834 y 1855 impulsó estos modelos: Santa Anna.

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