Si hay alguna noción que, recorriendo todo el espectro político, se ha vuelto en los últimos años una “frase pegadiza”, es la del “interregno”, propuesta famosamente, más allá de su viejo significado habitual-legal en un nuevo sentido político-social, por Antonio Gramsci, el gran marxista italiano. Escribiendo en sus Cuadernos de la cárcel −desde la prisión del régimen de Mussolini− en la época de las revoluciones y del auge de los fascismos, Gramsci apuntaba que la crisis de sus días “consistía precisamente en que lo viejo se estaba muriendo y lo nuevo no podía nacer” y que “en este ‘interregno’ aparecía una gran variedad de síntomas mórbidos” (Selection from Prison Notebooks, 1971, p. 276).
Esta curiosa unanimidad −¿“Frente Popular”?− de los comentaristas y pensadores desde por ejemplo un posmarxista como Zygmunt Bauman (t.ly/o1HUu,t.ly/er4yK) hasta un conservador como Wolfgang Streeck (t.ly/TnYwu,t.ly/Ch30r), convencidos de que es justo esta noción la que mejor describe la naturaleza de nuestra multifacética crisis que está destinada a dar a luz “algo nuevo”, deberá ser, no obstante, en la mayoría de los casos, entendida como síntoma y espíritu de la época (Zeitgeist) y no −tal como se la presenta−, su diagnosis estricta.
Si bien en efecto se puede argumentar (t.ly/rU5oA) que el orden liberal internacional de hoy atraviesa por una “crisis orgánica” −en términos de Gramsci (p. 210-211)−, que produce esta suerte de “interregno” tal como lo han hecho precisamente con un poco más de rigor Bauman o Streeck, apuntando a los efectos que el neoliberalismo ha tenido en las soberanías nacionales, la democracia y el divorcio entre el poder y la política −los factores que están detrás del auge de la extrema derecha en los últimos años−, muchos de los que apelan a esta noción son los propios liberales que en vez de una herramienta de análisis de las fallas de su propio campo, la usan para empujar un argumento sobre las supuestas paralelas entre la época de entreguerras y la actualidad. E igual que en el caso de algunas nociones de Hannah Arendt referidas a la misma época, se sirven de ella para enfatizar las semejanzas e ignorar las diferencias entre ayer y hoy dándole “una pátina de profundidad” a su análisis (t.ly/nn49U).
Un buen ejemplo son los autores de una introducción al tomo dedicado al “fascismo en Estados Unidos” que desde un enfoque liberal muy alejado al marxismo apuntaban a esta figura para argumentar que “vivimos en tiempos de desasosiego marcados por las mentiras en la política, la desinformación, la inseguridad causada por la pandemia, el cambio climático y la desigualdad económica” y que “estos síntomas mórbidos”, tal como en tiempos de Gramsci, marcan hoy “el auge del fascismo” (G. Rosenfeld, J. Ward, Fascism in America: Past and Present, 2023, p. 1).
Con esto faltaban a notar y mencionar siquiera que Gramsci, aparte de las atractivas nociones como la de “interregno” −portables y citables al antojo−, desarrolló también un original y estricto modelo del análisis del fascismo (t.ly/DSaZ7), que al ser aplicado para pensar en la extrema derecha de hoy, desnuda la superficialidad de este tipo de apelaciones.
El análisis de Gramsci que vinculaba el fascismo con la hegemonía y la sociedad civil ha sido muy distintivo en medio de los debates marxistas sobre el tema en la época de entreguerras. Si bien las explicaciones dominantes (Comintern, et al) vinculaban su auge con alguna fase en el desarrollo del capitalismo (subdesarrollo o sobremaduración), Gramsci sugirió que el fascismo fue el resultado de una crisis política producida por la debilidad hegemónica del bloque de poder en el contexto del desarrollo rápido de la sociedad civil (p. 210). Para él, el fascismo era una respuesta política específica a un tipo de crisis particular.
Si bien hoy la crisis de la hegemonía capitalista −desde el crash financiero de 2008, tras el cual, la rentabilidad dependía más y más del apoyo político directo (rescates, austeridad)−, propició una crisis generalizada de la política y socavó el funcionamiento de la misma democracia liberal, las condiciones sociales (anomia, atomización) y las respuestas a ella dada la debilidad o inexistencia de la izquierda organizada en muchos países (como EU), son diferentes a la crisis que produjo al fascismo. En condiciones así, como escribía Gramsci (t.ly/VB-GU), lo que se obtiene no es surgimiento de nuevos movimientos de masas (reaccionarios o revolucionarios), sino mutación de lo viejo: “la personalización extrema de la política” y surgimiento de líderes cesaristas/bonapartistas (como hoy Trump, Erdoğan, Modi, Putin et al.).
Es en este contexto −como bien apunta Adam Tooze−, que “el atajo mental del ‘interregno’”, en vez de iluminar, lo que hace es “transmitir una filosofía de la historia que oscurece cómo llegamos a dónde estamos y nos impide reflexionar sobre el presente” (t.ly/QNuS7); las diferencias de las épocas son demasiado grandes y “haríamos mejor cambiando los fantasmas históricos por nuevos proyectos políticos enfocados en la actualidad” (t.ly/tLNab).
Hace dos años, en su último texto antes de la muerte, Mike Davis, el gran marxista y urbanista estadunidense, de modo parecido, lamentaba que “todo el mundo citaba a Gramsci sobre el ‘interregno’”, como un modo de aferrarse a una esperanza “que algo nuevo nacerá pronto”. “Y yo lo dudo”, apuntaba. Lo que en cambio había que diagnosticar, según él, “era un tumor cerebral de la clase dominante: una creciente incapacidad para lograr una comprensión coherente del cambio global como base para definir intereses comunes y formular estrategias” (t.ly/V5C98). El hecho que no estamos en un “interregno” parecido al de la época del surgimiento de los fascismos, no significa que no sea una época mórbida. Sólo diferente.