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A 10 años de la fugaz reconciliación EU-Cuba

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Imagen de archivo tomada en marzo de 2016, Los entonces presidentes de Estados Unidos, Barack Obama, y de Cuba, Raúl Castro durante una rueda de prensa. Foto Ap
16 de diciembre de 2024 00:20

Al mediodía del 17 de diciembre de 2014, el presidente Barack Obama en Washington y el presidente Raúl Castro en La Habana asombraron al mundo con un anuncio televisivo simultáneo: Estados Unidos y Cuba habían acordado normalizar relaciones diplomáticas y poner fin a más de medio siglo de amargo conflicto. “Como resultado de un diálogo al más alto nivel”, informó el presidente Castro a su país, “hemos logrado avanzar hacia la solución de algunos temas de interés mutuo”.

El lenguaje de Obama fue mucho más dramático. “Hoy, Estados Unidos elige soltar las cadenas del pasado para alcanzar un mejor futuro: para el pueblo cubano, el pueblo estadunidense, para todo nuestro hemisferio y para el mundo”, anunció. En la privacidad de la Oficina Oval, Obama fue aún más efusivo. “Como diría Joe Biden”, comentó el presidente a sus asistentes en la Casa Blanca, “este es un acuerdo chingón”.

Y lo era. Por coincidencia, nosotros dos nos encontrábamos en La Habana el “17 D”, como llaman hoy los cubanos a esa fecha icónica, cuando se divulgó la noticia del dramático acontecimiento. La euforia pública fue instantánea. La gente desfiló en las calles para celebrar, los autos sonaban el claxon, las iglesias tocaban las campanas. Meseros y conductores de autobuses nos estrechaban la mano, chocaban nuestras palmas en alto, incluso nos abrazaban. “Por fin podré comprar una nueva camioneta Ford”, exclamó un chofer de los clásicos automóviles estadunidenses que dan servicio de taxi en Cuba, resumiendo las esperanzas del pueblo cubano por un futuro mejor.

Después de más de 50 años de constante hostilidad en Estados Unidos hacia Cuba –con predominio de peligrosos episodios de la guerra fría, como la invasión de Playa Girón, la Crisis de los Misiles, conjuras asesinas de la CIA, la violencia terrorista de los exiliados y el persistente bloqueo comercial estadunidense–, la reconciliación entre Washington y La Habana restableció plenos lazos diplomáticos, normalizó los viajes de estadunidenses, expandió el comercio e inició la colaboración en áreas claves de interés mutuo. En marzo de 2016, Obama se convirtió en el primer presidente estadunidense en viajar a La Habana desde la revolución. “He venido a sepultar el último remanente de la guerra fría en las Américas”, declaró en su mensaje al pueblo cubano. “La ruta en la que estamos ahora continuará más allá de mi gobierno”.

El optimismo de Obama resultó equivocado. Hacia finales del segundo año del gobierno de Donald Trump, la histórica apertura hacia La Habana estaba prácticamente cerrada. Una por una, Trump rescindió las autorizaciones ejecutivas de Obama al viaje y el comercio, remplazándolas con un montón de nuevas y duras sanciones, las cuales se mantuvieron casi sin alteración en la era de Biden.

Diez años después de la apertura, la euforia y el dinamismo económico que generó han desaparecido. La economía cubana casi ha colapsado, golpeada por la enorme escasez de alimentos, medicinas, combustible y electricidad, que ha creado una funesta crisis humanitaria para el pueblo. Los que pueden abandonan la isla en tropel; los que no, enfrentan crecientes privaciones. Diez años después de las grandes esperanzas generadas por la reconciliación, muchos cubanos experimentan un profundo sentimiento de desesperación ante el futuro.

Y puede que lo peor esté por venir. Con la resurrección de Donald Trump, y su designación del extremista de derecha Marco Rubio como secretario de Estado, Cuba enfrenta un retorno a la era de la guerra fría, de intervención en busca de un cambio de régimen. A medida que crezcan las tensiones en los próximos meses, el décimo aniversario de la reconciliación sirve de recordatorio de que existe una alternativa productiva a una postura de hostilidad y cambio de régimen: una alternativa que debería ser atractiva para un presidente decidido a reducir la migración irregular, bloquear la influencia hemisférica de China y Rusia, y evitar conflictos sin sentido en el extranjero.

La deténte cubana

El acuerdo histórico entre Estados Unidos y Cuba fue producto de la valentía política y de un tenaz compromiso de ambas partes con la diplomacia creativa. La valentía pertenece en su mayor parte a Obama, quien estaba decidido a enfrentar un intrincado desafío de política exterior que había atormentado a diez de sus predecesores en la Casa Blanca. Obama sentía también intensa presión de importantes naciones latinoamericanas, encabezadas por México, para que cumpliera sus promesas de campaña de 2008, de “escribir un nuevo capítulo” en la historia de las relaciones cubano-estadunidenses.

Al principio de su segundo término presidencial, en los primeros meses de 2013, Obama encargó a su consejero adjunto de seguridad nacional, Benjamin Rhodes, abrir un canal trasero hacia Cuba con el objetivo de cambiar fundamentalmente el futuro de las relaciones entre los dos países. Con astucia, decidió evitar ir paso a paso y buscar en cambio un paquete completo. “Si voy a hacer esto”, instruyó a Rhodes, “quiero hacer lo más que podamos de una vez”.

La diplomacia ultrasecreta entre Washington y La Habana ocurrió durante reuniones furtivas en Canadá, Trinidad y Tobago y, finalmente, en el Vaticano, en Roma. Rhodes y Ricardo Zúñiga, especialista de Seguridad Nacional sobre América Latina, representaron a Obama; Raúl Castro asignó a su hijo, el mayor Alejandro Castro, y a otro funcionario militar. En el curso de 18 meses, los dos lados negociaron tanto un intercambio de prisioneros –canjeando al subcontratista de Usaid Alan Gross y a un infiltrado de alto nivel de la CIA, capturados en La Habana, por tres agentes cubanos, parte de los “cinco de Cuba”, encarcelados en Estados Unidos desde 1998– como el proceso para normalizar las relaciones. El 16 de diciembre, el presidente Obama llamó directamente a Raúl Castro desde la Oficina Oval para concluir los detalles del acuerdo. “En esa habitación”, relató un asistente de la Casa Blanca que estuvo presente, “había una percepción de un momento histórico”.

En sus presentaciones televisivas, los dos presidentes delinearon los contornos de una nueva relación. Como gesto humanitario, Cuba acordó liberar a 53 presos políticos y colaborar con la Cruz Roja Internacional y Naciones Unidas sobre derechos humanos y condiciones de las prisiones. Obama se comprometió a revisar la designación de Cuba como Estado patrocinador de terrorismo y aflojar las restricciones al viaje y el comercio. Ambos países acordaron reinaugurar formalmente sus embajadas, que fueron cerradas cuando el gobierno de Dwight Eisenhower rompió relaciones diplomáticas con Cuba, en enero de 1961, pero reabrieron como “secciones de interés” durante el gobierno de James Carter.

El proceso de normalización avanzó con rapidez. Después de una revisión oficial, en abril de 2015 la Casa Blanca retiró a Cuba de la lista de estados patrocinadores del terrorismo internacional, y ambos países reabrieron oficialmente sus embajadas ese verano. En preparación para su histórico viaje a la isla, en marzo de 2016, Obama aflojó significativamente las restricciones a los derechos de los estadunidenses a visitar la isla, permitiendo que los viajeros individuales se trasladaran bajo la amplia categoría “persona a persona”. Para facilitar los viajes, el gobierno reanudó el servicio aéreo comercial regular; por primera vez en más de medio siglo, los viajeros pudieron volar de Cuba a Estados Unidos en aerolíneas como American Airlines, Delta, United y Jet Blue. Obama también autorizó que los cruceros de su país atracaran en puertos cubanos. “Tenemos enorme confianza en el pueblo estadunidense como embajador de las cosas que nos importan”, dijo en su momento el hombre clave de la Casa Blanca en Cuba, Benjamin Rhodes. “Creemos que es la mejor forma de conectar al pueblo cubano con el mundo”.

Compromiso positivo: una historia de éxito

La luna de miel de la détente con Cuba duró apenas dos años. Pero incluso en ese corto lapso, produjo resultados mesurables. Aunque los derechistas de línea dura, encabezados por el senador Marco Rubio y el ex senador Robert Menendez, atacaron a Obama por no negociar la capitulación del gobierno cubano, la breve era de reconciliación tuvo un éxito abrumador, según cualquier norma razonable de objetivos de política exterior.

Para expandir la cooperación en áreas de intereses estratégicos e internacionales mutuos, Washington y La Habana establecieron una comisión bilateral para supervisar el trabajo de 18 grupos de trabajo diplomático, incluso en temas de seguridad nacional como migración y combate al narcotráfico y al terrorismo. Dos de los grupos también emprendieron pláticas sobre asuntos contenciosos: derechos humanos y reclamos sobre propiedad.

El relajamiento de restricciones a los viajes expandió la libertad de viajar para residentes en Estados Unidos que deseaban ver Cuba por sí mismos. Durante el primer año de la normalización, el número de visitantes estadunidenses a Cuba creció de 92 mil a 163 mil; después de que Obama restauró el servicio aéreo comercial y autorizó que los cruceros incluyeran puertos cubanos, las compuertas del viaje estadunidense a la isla se abrieron de modo exponencial. Además de los 517 mil cubanos que visitaron a sus familias en 2016, más de otros 600 mil viajeros estadunidenses pusieron pie en la isla en 2016 y 2017, antes de que las restricciones impuestas por Trump entraran en vigor.

La corriente de viajeros estadunidenses dio un impulso inmediato a la economía cubana, en particular al tambaleante sector privado. El número de emprendedores cubanos que atendían a los turistas –taxistas, restauranteros, guías de turistas, artistas, músicos, hoteleros privados, entre otros– se multiplicó de la noche a la mañana. Los alquileres de Airbnb ilustran el dramático impacto financiero.

En 2015, cuando Obama autorizó a Airbnb a empezar a trabajar con propietarios cubanos de casas que querían alquilar habitaciones a visitantes estadunidenses, el sitio registró unas 2 mil reservaciones; para 2019 el número se había elevado a 35 mil. Cuba se convirtió en el mercado de crecimiento más rápido de Airbnb, lo que expandió en mucho las oportunidades de empleo para dueños de viviendas, cocineros, limpiadores de casas, pintores, carpinteros, choferes y guías. Durante el viaje de Obama a La Habana, en marzo de 2016, un miembro republicano de su comitiva de negocios, el ex secretario de Comercio Carlos Gutierrez, caracterizó la estrategia del presidente como “una gran jornada de derechos humanos” porque favoreció la causa de independencia económica individual y libertad para que los cubanos “desarrollen su propia visión de futuro”.

El viaje presidencial incluyó también a ejecutivos de alto nivel de Airbnb, PayPal, Google y los hoteles Marriott, entre otros representantes empresariales. Junto con Obama, se reunieron con varios cientos de emprendedores cubanos, lo que envió una clara señal de apoyo al sector privado. En un despliegue de “diplomacia beisbolera”, Obama llevó también a los Mantarrayas de Tampa Bay a que dieran un juego de exhibición con un equipo cubano de estrellas. Incluso, Obama apareció como invitado en el programa de televisión más popular de Cuba, expresando su gratitud por la amabilidad y apoyo que recibió durante su visita. Y ante el gobierno de la isla, expresó su certeza de que Cuba y Estados Unidos, que habían sido enemigos cercanos durante más de medio siglo, podrían coexistir de manera pacífica y así lo harían. “El bloqueo va a terminar”, predijo Obama durante una conferencia de prensa con Raúl Castro. “Este es un nuevo día entre las dos naciones”.

El retroceso trumpista

En los días siguientes al viaje de Obama, funcionarios de la Casa Blanca creían con optimismo que el proceso de normalización de relaciones entre Estados Unidos y Cuba no sólo era exitoso, sino también “irreversible”. “El hecho del asunto es que el pueblo estadunidense y el cubano, de manera abrumadora, desean que esto ocurra”, dijo Ben Rhodes en junio de 2016. “Alguien que quiera descarrilar este proceso tendría que trabajar contra los deseos abrumadores de su propio pueblo”, afirmó. “Este barco ha zarpado”.

Sin duda, la apertura de Obama hacia Cuba fue inmensamente popular tanto en su país como en el extranjero. Los aliados de Washington en todo el mundo la aplaudieron, el papa Francisco la bendijo, al pueblo cubano le encantó, y el público estadunidense en general la apoyó, con inclusión de más de la mitad de los cubano-estadunidenses. Incluso, una revisión interdepartamental realizada en los primeros cinco meses de Trump en el cargo concluyó que el compromiso positivo de Obama fue un éxito de política exterior. Pero, si bien el compromiso produjo resultados dramáticos, en especial en el frente diplomático, dos años no fueron tiempo suficiente para que echara raíces. Ningún sector interno significativo, en particular los poderosos consorcios empresariales estadunidenses, desarrolló un interés suficiente en esa política como para invertir escaso capital político en defenderlo de Donald Trump.

Durante la campaña presidencial de 2016, Trump prometió a los conservadores cubano-estadunidenses que desmantelaría la política de Obama. El 16 de junio de 2017, repudió la normalización y resucitó el cambio de régimen, diciendo a una vociferante multitud de cubano-estadunidenses en Miami: “Con efecto inmediato, cancelo el pacto completamente unilateral del pasado gobierno con Cuba”. Nuevas reglamentaciones restringieron los viajes, impusieron límites a las remesas y bloquearon los negocios con compañías cubanas manejadas por los militares, entre ellas la mayoría de los hoteles. Los grupos de trabajo diplomático que atendían asuntos de interés mutuo fueron desarticulados.

Ese otoño, después de que varios ejecutivos de la embajada estadunidense reportaron misteriosos síntomas neurológicos (conocidos más tarde como “síndrome de La Habana”), el Departamento de Estado redujo el personal a un grupo esquelético y expulsó a la mayor parte del personal de la embajada cubana. Con eso el trabajo diplomático se redujo al mínimo y se detuvo el proceso de visados, lo que puso fin a los intercambios culturales y educativos.

En 2019, el consejero de Seguridad Nacional John Boltón lanzó la política de “máxima presión” para cortar todos los envíos de intercambio extranjero hacia Cuba. El gobierno eliminó los viajes educativos de persona a persona, prohibió que los visitantes permanecieran en la mayoría de los hoteles y redujo drásticamente el servicio aéreo. Interrumpió los embarques de petróleo venezolano a Cuba mediante sanciones a los transportistas y presionó a países latinoamericanos para que cancelaran sus convenios de servicio médico con Cuba. Trump puso en práctica el Título III de la Ley de Libertad Cubana y Solidaridad Democrática de 1996 para desalentar a los inversionistas extranjeros, amenazándolos con litigios en tribunales estadunidenses por lucrar con propiedades nacionalizadas.

En sus meses finales, el gobierno limitó las remesas familiares de cubano-estadunidenses y luego obligó a Western Union a dejar de hacer envíos a la isla. En una acción de despido, pocas semanas antes del ascenso de Joe Biden al poder, Trump volvió a colocar a Cuba en la lista del Departamento de Estado de gobiernos patrocinadores del terrorismo, con lo que coartó la capacidad de Cuba de participar en actividad financiera internacional.

En conjunto, estas medidas constituyeron las sanciones más severas desde que se impuso el bloqueo en la década de 1960 y tienen un costo anual de miles de millones de dólares para la economía cubana. Luego vino el Covid-19. Afectada por problemas estructurales típicos de las economías de planificación central y debilitada por las sanciones estadunidenses, la economía cubana era como un paciente con condiciones preexistentes. La industria turística estuvo cerrada durante casi dos años, con pérdida de ingresos por más de 6 mil millones de dólares. Las visitas familiares cesaron, lo que cerró el principal canal que quedaba para las remesas, las cuales cayeron de 3 mil 700 millones de dólares estimados en 2019 a 2 mil 400 millones en 2020 y mil 900 millones en 2021. Para cuando Trump dejó el cargo, Cuba estaba en crisis y poca huella quedaba de la política de compromiso de Obama.

Biden: medidas a medias

La elección de Joe Biden en 2020 parecía prometer algún alivio. Durante la campaña, criticó el impacto de las políticas de Trump sobre las familias cubanas y prometió restaurar la política de normalización de Obama “en gran parte”. Pero nunca lo hizo. La política interna tuvo que ver, como siempre ocurre con la política hacia Cuba. El primer jefe de gabinete de Biden, Ron Klain, era un veterano de la estrecha derrota de Al Gore en 2000, luego de que el entonces presidente Bill Clinton devolvió a Elián González, de 6 años, a su padre en Cuba. Esa acción desató una tormenta en la comunidad cubano-estadunidense de Miami que costó la presidencia a Gore. Para Klain, Cuba siguió siendo el “tercer riel” de la política en Florida. El estilo personal de Biden también tuvo su parte. En asuntos contenciosos, gustaba de consultar con antiguos colegas del Senado. Con respecto a Cuba, lo hizo con el presidente del Comité de Relaciones Exteriores, Bob Menendez, senador demócrata por Nueva Jersey, feroz opositor a cualquier compromiso, cuyo voto de calidad en el dividido Senado era esencial para la agenda legislativa de Biden.

Bajo presión de América Latina, Biden ofreció algunas medidas a medias para evitar un boicot de la novena Cumbre de las Américas, celebrada en 2022. Eliminó limitaciones a las remesas y restauró en parte el viaje de persona a persona, pero mantuvo la prohibición de hospedarse en hoteles del gobierno. Luego de un retraso de dos años, aprobó cambios de reglamentos para ayudar al sector privado emergente cubano, pero mantuvo restricciones financieras que limitaban su capacidad de aprovechar las nuevas reglas. Más importante es que dejó a Cuba en la lista de estados patrocinadores del terrorismo, pese a que el secretario de Estado admitió en público, y el presidente mismo en privado, que no tenía por qué estar allí.

El resultado ha sido una incoherente política híbrida, con elementos de compromiso injertados en la política trumpista de cambio de régimen. Al acercarse la era Biden a su fin, pocos indicios hay de que el presidente vaya a utilizar sus últimos días en el cargo para cumplir las promesas sobre política hacia Cuba que hizo en 2020.

Trump recargado

El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca podría presagiar un retorno a la “máxima presión”, en especial con Marco Rubio como secretario de Estado y Michael Waltz como consejero de Seguridad Nacional. Rubio y los cubano-estadunidenses del Capitolio sin duda la impulsarán, como hicieron en el primer gobierno de Trump. Señalarán que 72 por ciento de los cubano-estadunidenses de Florida votaron por él y que una encuesta reciente de la Universidad Internacional de Florida (UIF) encontró que casi tres cuartas partes de ellos apoyan la máxima presión para promover un cambio de régimen.

Sin embargo, reiniciar la máxima presión agitaría un avispero. Luego de ocho años de intensas sanciones exacerbadas por los errores políticos del gobierno cubano, la isla padece una crisis económica y social sin precedente. La vida es tan difícil y las perspectivas para el futuro tan sombrías, que más de un millón de cubanos –casi 10 por ciento de la población– han emigrado en los diez años pasados. De ellos, tres cuartas partes se han dirigido a Estados Unidos: 650 mil han llegado sin documentos a la frontera sur. Si Trump adopta políticas que profundicen la crisis cubana, la nueva avalancha de migrantes podría empequeñecer esos números, lo que complicaría seriamente sus planes de poner fin a la inmigración irregular.

No es probable que los cubano-estadunidenses apoyen cerrar la frontera sur a migrantes cubanos, y la ley de inmigración prohíbe la discriminación con base en la nacionalidad. Si el gobierno intenta hacer una excepción para los cubanos, esa política sin duda será disputada en tribunales. Los planes de Trump de deportar a inmigrantes indocumentados podrían enfrentar problemas aún mayores. Al separar a migrantes cubanos recientes de sus familias, muchas de las cuales pagaron miles de dólares a traficantes para que los trajeran, se causaría una tormenta política en el sur de Florida. Setenta y dos por ciento de los participantes en la encuesta de la UIF apoyan el perdón humanitario para cubanos inmigrantes y la mitad planean traer a Estados Unidos a familiares que permanecen en Cuba.

En política exterior, sanciones más severas contra Cuba complicarían las relaciones con México. La presidenta Claudia Sheinbaum apoya a Cuba enviando petróleo barato. En 2023, su mentor y predecesor, Andrés Manuel López Obrador, advirtió al gobierno de Biden que la migración cubana disparada por las sanciones estadunidenses causaba problemas a México y complicaba la cooperación con Washington en temas migratorios. La cooperación con México, como aprendió Trump en su primer periodo, es indispensable para limitar la migración indocumentada y el tráfico de narcóticos por la frontera sur, ambas prioridades para Trump.

Agravar las sanciones contra Cuba también podría complicar el deseo de Trump de mejorar relaciones con Rusia. Los vínculos de Moscú con La Habana se han estrechado en años recientes, extendiéndose más allá de la cooperación económica hacia una “asociación estratégica”. Cuba ha defendido la argumentación rusa para la invasión de Ucrania, lo que la convierte en un aliado valioso en el Sur Global. Y Putin sin duda valora tener un enclave en el vecindario cercano a Estados Unidos, aunque sea sólo como una espina geopolítica al lado de Washington. En suma, Rusia tiene un claro interés en la supervivencia del régimen cubano.

Si las sanciones logran desestabilizar a Cuba al punto de que el Estado caiga y surja la violencia, la presión de los cubano-estadunidenses para una intervención militar de Washington será inmensa. Funcionarios electos cubano-estadunidenses exigieron intervención en julio de 2021, en respuesta a la supresión gubernamental de manifestaciones en toda la isla, aun cuando esas manifestaciones, pacíficas en su mayoría, sólo duraron pocos días. La intervención estadunidense envenenaría las relaciones con América Latina por una generación.

Es notoria la inclinación de Donald Trump por las transacciones. Prometió a los cubano-estadunidenses que sería duro con Cuba si votaban por él y lo hicieron, en números casi sin precedente. Pero también es notorio que actúa por interés propio, de modo que, si una política de apretar tuercas con Cuba le causa fuertes dificultades para realizar su política de inmigración –el centro de su atractivo electoral–, podría optar por no hacer nada o incluso buscar alternativas que impliquen cierto nivel de compromiso. Enviar alimentos y medicinas como ayuda humanitaria, canalizados por medio del Comité Internacional de la Cruz Roja y la organización Cáritas de la Iglesia católica, reduciría la presión migratoria sin beneficiar directamente al gobierno. Autorizar medidas para facilitar el desarrollo del sector privado cubano, al que Trump dijo apoyar en su primer periodo, tendría el mismo resultado.

La lección principal de la fugaz reconciliación que comenzó hace 10 años, el 17 de diciembre de 2014, es que el compromiso beneficia a ambos países, y que líderes audaces y decididos pueden lograrlo. El entusiasmo con que cubanos, estadunidenses y personas de todo el mundo abrazaron la perspectiva de paz entre Estados Unidos y Cuba subrayó cuánta falta hace esa reconciliación. Tanto Barack Obama como Raúl Castro hablaron de reconstruir puentes entre sus naciones, y ambos reconocieron que sería difícil poner fin a décadas de animosidad.

Ha resultado más difícil de lo que cualquiera esperaba en los días felices que siguieron a aquel 17 de diciembre, pero los vínculos que ligan a Cuba y Estados Unidos –de familia, comercio, cultura y los intereses compartidos que resultan de vivir uno al lado del otro– vencerán con el tiempo la resistencia incluso de los políticos más recalcitrantes. Como reconoció Henry Kissinger hace medio siglo, el “antagonismo perpetuo” entre Estados Unidos y Cuba no necesita ser algo normal.

 

*Peter Kornbluh y William M. LeoGrande son coautores de Diplomacia encubierta con Cuba: Historia de negociaciones secretas entre Washington y La Habana (Fondo de Cultura Económica, 2015). Este artículo está adaptado de un artículo en Foreign Policy.

Traducción: Jorge Anaya

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