En realidad, es imposible saber qué pasa en los campos de batalla basándose en la versión de uno solo de los contendientes: según Kiev, por ejemplo, los misiles Atacms estadunidenses y los Storm Shadow y Scalp, británicos y franceses, dan todos en el blanco, lo que los rusos niegan; de acuerdo con Moscú, su nuevo misil hipersónico balístico es imposible de interceptar, mientras los estadunidenses aseguran que se trata de una modificación de versiones obsoletas en fase experimental, muy lejos de poder fabricarse en serie, que no causó, de creerse las imágenes satelitales de antes y después del ataque, ningún daño al consorcio de la industria militar de la ciudad de Dnipró.
Pero suponiendo que todos digan la verdad –que los misiles occidentales de largo alcance sean un dolor de cabeza para Moscú y el Oreshnik ( Avellano) ponga a temblar a Londres, París y otras capitales europeas–, es obvio que ni Washington está dispuesto a entregar a Kiev todos sus cohetes de ese tipo ni mucho menos armas mejores, igual que el Kremlin carece de cientos de misiles de nueva generación
y tiene otros de similares características capaces de alcanzar cualquier país europeo con ojivas nucleares como el Iskander-M, el Kinzhal y el Kalibr, sin hablar de los misiles de más de 6 mil kilómetros de distancia.
Unos y otros, perdónese la analogía boxística, protagonizan una suerte de round de sombras para mostrar su musculatura en espera de que un nuevo boxeador, Donald Trump, suba al ring. Lo malo es que, de tanto provocar al contrario con golpes bajos y de responder con hacer alardes de su arsenal nuclear, se podría desatar, por error o por arrebato suicida, una conflagración atómica que no tendrá ganador.
¿Habrá una Tercera guerra mundial? Si prevalece el sentido común no es probable, pero mientras se siga tentando hasta dónde aguanta la paciencia del otro, es posible.