El gobierno de Joe Biden junior se embarcó en dos guerras que van resultando un fracaso de trascendente dimensión para los vitales intereses de su nación. Las dos son proxies, es decir, por conducto de países subrogados que pagan la cuenta: Ucrania e Israel. Con la primera se intenta debilitar a Rusia. Desea impedir que esta nación se una, con sus muy serias capacidades nucleares, a China y, ambas, presenten insalvable resistencia –como en efecto sucede– a sus arraigadas pulsiones hegemónicas.
Con la segunda, Israel, está decidido a conservar una plataforma de poder militar frente a toda la inestable región de Medio Oriente. Esa parte del mundo que posee enormes reservas petroleras e impregnada por creencias religiosas, que muchos temen hasta causarles angustias nocturnas.
La de Ucrania fue manufacturada por la élite supremacista gringa, primero, expandiendo las instalaciones guerreras de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por todas las fronteras europeas con Rusia. Segundo, con el fascista golpe del Maidán y después desatando una inmediata represión contra todo lo ruso en el Dombás.
La intensa y extensa propaganda occidental ha tratado de hacer a los rusos, con Putin a la cabeza, como el terrible agresor y culpable único de esa guerra que ya va en su tercer año. En cuanto a Israel, sus intenciones compulsivas y fanáticas por adueñarse de las tierras palestinas, lo llevan a querer destruir cualquier obstáculo a sus desmedidas o sagradas ambiciones. El belicoso racismo israelí encuentra, sin duda, apoyo en la élite estadunidense por similares razones.
El daño que este doble patrocinio ha causado a la imagen estadunidense es devastador. La erosión que ya les carcome es de efecto inmediato, pero mucho queda enquistado y se irá presentando hasta convertirse en denso dique futuro.
Y lo es frente al mundo entero, como también en su interior. Ya es inocultable atestiguar quién es el real culpable de ambos sucesos. Uno de ellos a través del continuo apoyo brindado a todos los destructivos excesos del gobierno israelí y buena parte de los ciudadanos que lo sostienen. Las continuas iniciativas del Consejo de Seguridad para detener la matanza son obstruidas por las decisiones de apoyo estadunidenses.
Las condenas universales en la ONU las magnifica; el numeroso conjunto de vetos, ejercidos contra toda conciencia democrática, pacifista y humana. Mucho de la reciente catástrofe electoral de los demócratas a eso se debe. La sociedad estadunidense ha resentido –sépalo o no– hasta la mera médula de su pasado y formación vital, el genocidio que ha provocado la administración Biden y fuerzas que lo acompañan. A esto se adhiere el desgaste económico que pesa, sobre sus atascadas finanzas al pagar dos guerras simultáneas.
La compraventa interna de armas y su posterior envío a cargo de los presupuestos de cada usuario, no salva ninguna apariencia de negocio. Recuerdan ambos episodios de lastimoso pasado, cómo fue la derrota en Vietnam y la idea de lograr invertir en armas y alimentos (guns & butter) que le estalló a Lyndon Johnson.
La frase, lanzada por Biden de tornar a Putin un paria mundial, ha quedado en oneroso limbo político. Este personaje se ha movido a sus anchas en la geopolítica. Ha formado pareja con Xi Jinping y ambos lideran al, crecientemente poderoso, grupo BRICS. Más y más países se quieren adherir a esta supraformación. No pocos de ellos hastiados de los continuos castigos injerencistas. Usuales maneras del actuar imperial, imponiendo severa y unilateral voluntad, a diestra y siniestra. Para ello tiene EU el dólar y látigos adicionales, bajo su control como armas ineludibles.
Las coordinadas presiones y penalidades contra la economía y la maquinaria de guerra rusas, ejercidas por los miembros de la OTAN, no han producido los efectos deseados. La estructura básica de ese país sigue funcionando y bien puede decirse que ha ganado la guerra.
El escalamiento en la calidad y modernización de las armas usadas contra Rusia acaban de recibir un golpe letal: el uso de un proyectil de mediano y largo alcance hipersónico (12 mil kilómetros por hora) que encendió alarmas por doquier. Capaz de portar ojivas nucleares, este misil esquiva cualquier mecanismo conocido de defensa. Pero, lo más importante, es que Putin está decidido a usarlo –como quedó demostrado– a pesar de su enorme costo implícito. Es muy posible que la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca marque el cambio esperado y temido para las impostergables negociaciones de paz.
Joseph Biden abandonará su puesto al borde de la catástrofe que pudo provocar en sus horas tardías. Revertir el daño ocasionado a la ya mermada hegemonía estadunidense y occidental es por demás notable. Tanto en el problema de Ucrania como en la criminal belicosidad israelí se impone, ya, un momento de cordura, aunque implique derrotas y penas adicionales.