Al dilucidar cuál fue el alimento que desencadenó el proceso de humanización, comprendimos que, si los prehumanos se vieron obligados a la ingesta ineludible de un alimento históricamente casual, pero causal de su humanidad, es lógico que la práctica de la agricultura se haya originado con los glúcidos y que, hasta la fecha, sea su cultivo el que ocupa desde entonces y siempre, la más extensa superficie terrestre, así como cantidad de mano de obra y dirección de investigaciones científicas, a fin de multiplicar los rendimientos normales de estos alimentos, abaratar las condiciones de su producción, facilitar su distribución e inventar sustitutos más económicos para el capital invertido en sus cultivos y transporte, porque son los únicos productos básicos para la humanidad. De este modo, el costo de producción y mantenimiento de los glúcidos o azúcares lentos que contienen las semillas de las familias Triticum, de los Oryza o arroces, los Zea mays o maíces y de los tubérculos farináceos en sus infinitas variedades, parecen incosteables para el capital invertido en ellos, de modo que se fundó una industria de la sustitución de estos cereales y tubérculos con azúcares rápidos, más baratos y fácilmente reproducibles químicamente, que hoy se producen y consumen junto con los azúcares rápidos orgánicos o naturales (caña de azúcar, coco, etcétera) con fatales resultados para los consumidores del primer cuarto del siglo XXI dC.
Los glúcidos y la inteligencia humana. Cuando hace más de 500 años, la conquista de los ibéricos sobre nuestros territorios mesoamericanos deformó las sociedades ya milenarias, compuestas en ocasiones por comunidades que mantenían relaciones comerciales y compartían manifestaciones culturales y concepciones religiosas, no las desaparecieron, porque los invasores ibéricos no querían asimilarse con los nativos a quienes discriminaron, de tal manera que los diezmaron con notable crueldad, atacando humanos y también sus símbolos, por medio de incendios, destrucción y saqueo de sus riquezas materiales… Aunque, no obstante toda su destrucción, los nativos del continente eran tan inteligentes como los invasores y, gracias al desprecio de éstos, los primeros pudieron conservar sus lenguas y religiones, modos alimenticios y solidaridad comunitaria; en una palabra, sus respectivas culturas (en el sentido de nuestra definición como el conjunto de respuestas, que una sociedad da a su medio natural y social, siendo hoy indispensables para entender nuestro medio natural, que, si bien los extranjeros trataron de modificar, nosotros los mestizos sustituimos con miradas, premisas, costumbres virtuosas, lo que eran y son sus prejuicios, ignorancia y terquedad extranjeros, porque no quisimos asimilarnos a la idea de que fuera mejor tener una herencia ibérica, véase europea. De modo que, independientemente de la simbiosis religiosa con un Dios y una Virgen que rápidamente revistieron a las deidades respetadas, la realidad de nuestro pueblo es que se protegieron con cierto éxito –hombres, mujeres y niños–, aunque explotados de una u otra manera, con sus ancestrales culturas. Las que, sin ellos, habrían desaparecido del planeta, y nosotros, los mestizos, no sospecharíamos siquiera lo que traían nuestras raíces. Así, la fuerza de las culturas prehispánicas venció culturalmente a los invasores en el tiempo, tanto por nuestra riqueza material e inmaterial, como con una moral social igualitaria y comunitaria, que, con el valor de nuestra base económica, sustentada en las milpas, si quisiéramos, ahora mismo podría salvarnos de las amenazas del neoliberalismo.
Por todo ello, resulta inconcebible que repitamos el modelo de la agricultura impuesto por los iberos y la FAO de hoy día, y no sólo en nuestro México, sino en buena parte de América. Mientras, si hacemos lo históricamente correcto: retomar nuestros cultivos que vivieron más de 10 mil años con la reciprocidad de una población creciente, nuestro ejemplo influiría en Asia y África, en sus riquísimos policultivos que la cultura occidental también arrasó... Y, comprendámoslo bien: la apropiación y liberación de nuestros policultivos nos salvaría de la dependencia de la industria de los comestibles que, como ya hemos demostrado, representa el primer lugar del capital circulante en el mundo en favor de los mismos que detentan la industria armamentista, el capital de las drogas y el invertido y reciclado en la trata de personas –niños, hombres y mujeres– en nuestro planeta.