Se dispondrá a gobernar un lustro más, un séptimo periodo presidencial desde que llegó al poder en el verano de 1994, tres años después del colapso soviético. A diferencia de las anteriores elecciones en las que, tras imposibilitar la postulación de las figuras principales de la oposición, quiso dar cierta imagen de legitimidad a su relección y sufrió una derrota demoledora por el hartazgo de la población que creyó que su voto se respetaría, esta vez sólo tendrá como rivales a comparsas que van a competir entre ellos en lanzar elogios al único que, a su juicio, merece guiar el país a un futuro luminoso.
Hace cinco años cientos de miles de personas –Bielorrusia tiene menos habitantes que la ciudad de Moscú– llenaron las calles de Minsk y otras ciudades bielorrusas para protestar por el monumental fraude que robó el triunfo a Svetlana Tijonovskaya, hasta que la represión desmedida extinguió poco a poco la inconformidad, al menos de modo público.
Símbolo de aquellas protestas, otra valiente mujer, Maria Kolesnikova, que en 2020 fue coordinadora de campaña del candidato Viktor Babariko, hasta que lo encarcelaron, se negó a abandonar el país y rompió su pasaporte en la frontera.
Por eso, el régimen bielorruso la condenó a 11 años de cárcel por extremismo
y, al no declararse culpable, se le aisló en la cárcel de todo contacto con el exterior. Deteriorada su salud, no se excluye que Kolesnikova tire la toalla, ocasión que Lukashenko sin falta va a usar para mostrar su magnanimidad y anunciar su indulto.
Cinco años después de eliminar a todo rival político, Lukashenko afirma: ni Dios quiera que una mujer gobierne Bielorrusia. Aquí tiene que ser comandante en jefe del ejército. Es un trabajo muy duro, nada ceremonial y hay que proteger a la mujer. Sin restar méritos a su papel, su misión es estar a nuestro lado
.
Con esta cavernaria visión del mundo, está convencido de que sólo él es digno de gobernar.