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Bartolomé de las Casas: una voz de ayer para hoy

13 de noviembre de 2024 00:01

En 1550 De las Casas renuncia al obispado de Chiapas, viaja a España y participa en agosto en un debate crucial. En Valladolid enfrentó al teólogo Juan Ginés de Sepúlveda, decidido partidario de la conquista sangrienta de los pueblos indios del Nuevo Mundo, aventura que defendió con argumentos aristotélicos.

Su enfrentamiento representó dos concepciones teológicas y políticas opuestas. En la controversia de Valladolid, Bartolomé de las Casas expuso una y otra vez que la colonización española del Nuevo Mundo era una empresa imperial ajena al espíritu de Cristo. En tanto que Juan Ginés de Sepúlveda justificó el trato esclavizante dado a los pobladores originales del conocido después como continente americano.

Ginés de Sepúlveda tradujo obras de Aristóteles, como La política (que dedicó al príncipe Felipe, posterior rey de España). Colaboró con el cardenal Cayetano (fiero adversario de Martín Lutero) en la enseñanza del Nuevo Testamento. En 1536, el emperador Carlos V lo designó su cronista y capellán. La suma de los principios sostenidos por Juan Ginés de Sepúlveda sobre la licitud en el uso de la violencia para “cristianizar” a los indígenas está contenida en Apologia pro libro de iustis belli causis, editada en 1550 en Roma. Esta pequeña obra fue publicada en español como Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios por el Fondo de Cultura Económica.

Sepúlveda sostenía desde las primeras líneas de su escrito la disyuntiva a la que daría respuesta: “Si es justa o injusta la guerra con que los reyes de España y nuestros compatriotas han sometido y procuran someter a su dominación aquellas gentes bárbaras que habitan las tierras occidentales y australes, y a quienes la lengua española comúnmente llama indios: y en qué razón de derecho puede fundarse el imperio sobre estas gentes”. Para él estaba muy claro que no sólo era legítimo el uso de la violencia para conquistar a la población indígena, sino que incluso tal empresa se realizaba por el propio bien de los habitantes del Nuevo Mundo. Argumentaba que no sólo el derecho natural estaba de parte de los conquistadores, sino que éstos tenían el deber moral de civilizar a culturas notoriamente menores y salvajes.

En su horizonte hermenéutico Sepúlveda consideraba que “todo lo que se hace por derecho o ley natural, se puede hacer también por derecho divino y ley evangélica” (Luis Patiño Palafox, Ginés de Sepúlveda y su pensamiento imperialista, Los libros de Homero, México, 2007, p. 230). En esta visión, los indios estaban destinados a servir a sus conquistadores, y al resistirse aquéllos, los españoles tenían el derecho y deber de someterles por medios violentos, ya que la resistencia no era sólo contraria a los colonizadores, sino, principalmente, contra Dios. Tal óptica interpretativa sigue vigente hoy en algunos sectores de España.

Por su parte, Bartolomé de las Casas sostuvo que los indígenas también tenían la imagen de Dios, por lo cual no debían ser tratados inhumanamente. La misión, para De las Casas, tenía que ceñirse al ejemplo de Cristo, ante el cual no cabía recurrir a las armas para imponer la fe. Refutó la señalada depravación de los indios por parte de Sepúlveda como argumento para hacerles la guerra: “No hay crimen tan horrible, sea el de la idolatría o el de la sodomía, o cualquier otra clase, como para recurrir que el Evangelio sea predicado por la primera vez en algún otro modo que no sea el que estableció Cristo, esto es, con un espíritu de amor fraternal, ofreciendo perdón a los pecados y exhortando a los hombres al arrepentimiento”.

Además, apuntó el dominico, “no ha investigado [Ginés de Sepúlveda] las Escrituras con suficiente detenimiento o seguramente no las ha comprendido bastante para aplicarlas, ya que en esta era de gracia y piedad, insiste en aplicar los principios rígidos del Viejo Testamento, que fueron dados para circunstancias especiales y así allana para los tiranos y los pillos la invasión cruel, la opresión, la explotación y la esclavitud de naciones sin defensa” (Lewis Hanke, La humanidad es una, Fondo de Cultura Económica, pp. 118 y 119).

Ya en Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, de 1534, De las Casas había dejado preguntas de hondas repercusiones para la forma de transmitir la fe: “¿Qué tiene que hacer el Evangelio con las armas de fuego? ¿Qué tienen que hacer los heraldos del Evangelio con ladrones armados?” La respuesta entonces y ahora es nada, si es que se quiere responder a la manera de Cristo, siempre buscando la paz y la reconciliación.

Es anacrónico juzgar atrocidades históricas con parámetros morales actuales. Es lo que dicen diversos personajes, expertos y legos en asuntos del pasado, cuando se critican hoy los excesos cometidos por quienes impusieron en una época lejana su visión de cuáles eran las creencias correctas. Tienen razón porque el anacronismo valorativo no se puede transportar, como en un túnel del tiempo, mecánicamente y aplicar criterios vigentes ahora en problemáticas de siglos atrás.

¿Pero y si en el mismo tiempo que fueron perpetradas las atrocidades se levantaron voces denunciando la barbarie? La voz de De las Casas resonó en el siglo XVI y resuena hoy ante quienes justifican los supuestos actos civilizatorios de los conquistadores.



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