Observando cómo en los últimos meses (t.ly/OH0p1) Kamala Harris y los demócratas apostaron a convertir las elecciones estadunidenses solamente en un debate simbólico acerca de “la democracia” y “el carácter de Trump”, en lugar de centrarse en la política y en las soluciones a los temas que los votantes señalaban en las encuestas como sus mayores preocupaciones –el estado de la economía, la inflación o el genocidio en Gaza (t.ly/414GU)—, emulando así, en efecto, la estrategia perdedora de Hillary Clinton de 2016, cuando desistió de competir por el voto progresista y el de la clase trabajadora, prefiriendo cortejar a los republicanos “Nunca Trump” de los suburbios, uno no podía dejar de tener una siniestra sensación de déjà vu.
Igual que Clinton, Harris apostó por llevar a cabo una campaña derechista y desatendió abiertamente el dolor económico de los trabajadores estadunidenses –cuya fracción blanca en 2016 y ahora en 2024, ya toda una sección “multicolor”, se volcó hacia Trump (t.ly/pOCZD)–, e igual que Clinton –surprise, surprise–, obtuvo un resultado idéntico. Esto no sólo desde el principio parecía “loco”, y finalmente acabó en una catástrofe (t.ly/JjnF_), sino que cumplía, −literalmente−, con la propia definición popular de la locura: “hacer lo mismo dos veces y esperar un resultado diferente” (según el dicho atribuido a Albert Einstein, pero popularizado en realidad por la escritora Rita Mae Brown). Al final, igual no es que los demócratas y su derrotada rotundamente candidata –Trump no sólo ha ganado decisivamente la presidencia, el Senado y posiblemente la Cámara de Representantes, sino también, a diferencia de 2016, el voto popular– sean locos per se, pero seguramente no aprenden de la historia.
Con Trump ganando su segundo mandato, conviene recordar que en el seno el Partido Demócrata nunca hubo ni la más mínima reflexión después de que ganó por primera vez. A pesar de que la pérdida ante la figura como él que −y esto no parece una coincidencia−, tanto Clinton en su momento, como Harris en las últimas semanas, compararon a Hitler (Biden, curiosamente, nunca abrazó esta estrategia estéril y al menos trató de prometer algo a los trabajadores), debería hacer que los demócratas reflexionaran sobre sus propios errores, la élite del partido, empezando por la propia Hillary Clinton, encontró 100 mil maneras de culpar a todos los demás. La cima de esta operación negacionista ha sido la bombástica narrativa de la “interferencia rusa” (Russiagate) maquillada a partir de pequeños casos reales y que igualmente hoy empezó a hacer rondas en un afán de absolver a Harris y su “campaña brillante” (t.ly/tpBRv).
Entre los supuestos culpables por 2016 estaban también los medios de comunicación que “exageraron” el escándalo de los mails de Clinton o James Comey, director de la FBI, que anunció una investigación contra ella poco antes de las elecciones “hundiendo su candidatura”. Un buen ejemplo de qué tan fuerte sigue siendo este pensamiento paranoico (Richard Hofstadter dixit), ha sido la respuesta de Clinton que, indagada sobre las chances de Harris en estas elecciones, dijo que seguro iba a ganar, porque ella –a diferencia de Clinton–, “no tenía a su Comey” (t.ly/-idIB). No creo que esto haya envejecido bien.
Para ser justos, Harris trató de lanzar, sobre todo en los estados bisagras (swing states), algunos mensajes centrados más en la economía, pero como nunca ha presentado ningún programa específico (sic) y su mensaje principal, como el de Clinton, estaba formateado “hacia la derecha” y los intereses de los multimillonarios (Mark Cuban), sus esfuerzos eran débiles y despegados de la realidad (t.ly/Z3Esr). Encima, su campaña, en vez de ser orientada hacia la base del Partido Demócrata, ha sido de modo convenenciero dirigida hacia y llevada por su “clase profesional”, una constelación de ONG y activistas ligados a las grandes fundaciones y que está desinteresada de las cuestiones políticas materiales y centrada solamente en la recaudación de fondos y aglutinada en torno a los temas de la “democracia” e “identidad” (t.ly/LwNIE).
Cuando George Santayana hablaba famosamente de que “los que ignoran la historia están condenados a repetirla”, no tenía en mente −como a menudo se presenta este dictum− la “Historia” (con mayúscula) y sus “lecciones”, sino lo que él consideraba la principal diferencia entre bebés y adultos: que los primeros no recuerdan las consecuencias de sus actos y los segundos sí. Es en este sentido que se podría decir que los liberales estadunidenses −presentados habitualmente como los “adults in the room” y convencidos de modo narcisista de su propia importancia e infalibilidad (t.ly/XSTjR)− se portaron como “bebés”.
No sólo a nivel político, cometiendo, por su prepotencia y desprecio hacia los votantes promedios, por segunda vez, los mismos errores y acabando con el mismo resultado (e incluso peor), sino también a nivel personal. Tal como hizo Clinton al perder en 2016, Kamala Harris cuando el martes por la noche ya se sabía “que este arroz ya se había cocido”, de modo infantil, tampoco salió a dar la cara a sus partidarios que vinieron a apoyarla.
Cuando en septiembre se dio a conocer que Hillary Clinton estaba asesorando a Harris “de cómo derrotar a Trump” (t.ly/ UHz-t) −siendo la última y la menos indicada persona en todo el universo para dar las lecciones sobre esto−, alguien bromeó que el único chance que tenía la vicepresidenta era tomar nota de sus consejos y hacer todo al revés. Evidentemente no lo hizo (t.ly/QoIR0).