Alguien dejó dicho que la buena política no es sólo una cuestión de principios, sino también un asunto de tacto, entendido éste, además del acto de tocar y palpar, como la prudencia para proceder en un asunto delicado.
Y delicadísimo es el hecho de que, con el pretexto de una expansión de conciencia planetaria, algunos espíritus pretendidamente evolucionados decidieron difundir –e imponer– la falacia de que humanos y animales somos iguales, sobre todo en derechos, habida cuenta de que las obligaciones de los irracionales se reducen a ser bien alimentados mientras llega el momento de ser mejor comidos y aprovechados algunos de sus despojos para fines industriales. (Mira, lector, tus zapatos o la correa del reloj.)
Si la señora presidenta confiesa ser protectora de los animales irracionales –de los racionales no tanto–, es muy libre de hacerlo; lo que vulnera el estado de derecho son las suposiciones, prejuicios, fobias y sometimientos a la falsa modernidad de los metidos a legisladores, que en su afán de quedar bien a saber con quién, además de con sus delicadas conciencias hacia todos los seres sintientes no racionales de la Tierra, pretenden agarrar parejo todas las especies y, en su ignorancia, equiparar a una cacatúa con un caballo purasangre o a un mono saraguato con un toro de lidia.
Estos neosensibleros con intereses inconfesables pasan por alto que cada especie tiene una misión más amplia de la que sus teóricos corazoncitos pretenden asignarle –sobrevivir sin ton ni son hasta su extinción–, y que si una cacatúa aprende a hablar con facilidad sin pertenecer a ningún partido político, un caballo purasangre aprende a galopar a todo lo que da sin preocuparse de sufrir un infarto. Mientras en el sureste mexicano el mono saraguato está a punto de extinguirse si no es que ya se extinguió por la pérdida de hábitat, la caza furtiva, el comercio ilegal y el cambio climático, el toro de lidia sigue gozando de cabal salud no por los despistados protectores de animales sino por la inversión, esfuerzo y dedicación de tres centenares de criadores de reses bravas para que, ojo, un mínimo porcentaje de éstas sea lidiado y muerto a estoque en las plazas de toros.
¿Quién va a proteger a las serpientes de las águilas? ¿Tendrá que cambiarse el escudo nacional? Los habitantes de países que se sueñan más civilizados, ¿van a volverse veganos y a rechazar alimentos y artículos de consumo de origen animal? ¿Visibilizar la lidia de algunas reses en los cosos es más salvaje que la manera en que son sacrificadas en los rastros del mundo? ¿En México esos rastros cuentan con instalaciones y tecnología avanzada o el mazazo no siempre certero prevalece en la mayoría? Prohibir la entrada a las plazas de toros de niños acompañados de adultos, ¿los hará inmunes a las toneladas de basura que a diario reciben por televisión y celulares o mejorará la atención y crianza de los padres?
Mucho cuidado pues a la hora de instalarnos en protectores de animales en abstracto y de legislar sin conocimiento de causa pero con el pensamiento único por delante. Mientras una reforma constitucional se haga en escritorios y no el los respectivos territorios de las especies que se pretende proteger, se les estará causando más daño que beneficios, y mientras los metidos a legisladores avienten reformas y leyes sin escuchar previamente a los sectores involucrados –criadores de reses bravas, de gallos de pelea, de caballos y perros de carrera, de toros y yeguas para jaripeo–, se estará actuando no sólo con total injusticia, sino con nociva demagogia y desbocado sentido del ridículo con incalculables consecuencias.