Hasta los años 60, Saltillo era una ciudad conservadora, mocha en alguno de sus sectores y alejada de la ola iconoclasta y sediciosa que bañaba al planeta. A los infaltables encuentros extramaritales o extranoviazgo de su underground se sumaban cosquilleos en ciertos rincones a los que habían llegado la mariguana y las barbas y pelos crecidos. Pero nada que conmoviera su vida que conservaba tradiciones y efluvios campiranos.
Los jóvenes de entonces desplegaban su ocio en deportes, desfiles carnavalescos, tardeadas y huateques (fiestas cuyo roce erótico se agotaba en el baile al cual el director de nuestra Escuela de Jurisprudencia identificaba en los términos de Clemenceau durante la presencia de las tropas estadunidenses en Francia: “Lo que ellos hacen bailando nosotros lo hacemos en la cama”).
Así que un día, como rayo en cielo sereno, se registró un mitin en la Plaza de Armas. Rodeado de policías, se disolvió, pues los convocantes a la reunión, entre ellos un tal Abraham Nuncio, nunca aparecieron para hacer saber de qué se trataba. Su hermano Óscar se presentó a los asistentes para decir que estaba desaparecido. Lo buscaron en la comandancia de policía; no estaba allí. Era lunes 22 de septiembre de 1968.
El jueves 18 de la semana anterior, el Ejército Mexicano había asaltado la Universidad Nacional Autónoma de México. Y el 19, unos estudiantes de Saltillo, que estudiaban en el Tecnológico de Monterrey, y alguno en la propia UNAM (Francisco Javier Cepeda, hoy director del Centro de Investigaciones en Matemáticas de la UAC) convocaron a una mesa redonda para discutir lo que estaba pasando en la Ciudad de México. La prensa local no daba información sobre los acontecimientos que prefiguraron el desenlace brutal del movimiento estudiantil: la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco. El Sol del Norte, el de mayor circulación, ni otros de menor cobertura, como El Heraldo de Saltillo, diario en el que yo escribía una columna diaria (Punto de Vista) mantenían silencio o deformaban la realidad; lo mismo ocurría con la radio y la televisión monopolizada.
A la mesa fuimos invitados el estudiante Jesús Oranday, el cura Antonio Usabiaga, el periodista Armando Fuentes Aguirre (Catón), como moderador, y yo igual, como periodista. Asistieron unas 2 mil personas. Y su tono y las respuestas del público la hicieron punto de retemblor. Mi crítica a Gustavo Díaz Ordaz fue acre, por decir lo menos.
Al final, una adolescente preguntó al moderador qué seguía, y éste contestó: “pintas, pegas, marchas”. De pronto se escuchó un grito al que hice eco: “Un mitin”. Entre el público y los de la mesa (creo, quizá fui sólo yo) precisamos: un mitin informativo para el lunes. Era viernes.
Algunos nos citamos para el siguiente día. No teníamos un pelo de experiencia política. Juan Antonio Recio, estudiante de economía en la UNAM, sugirió una medida mínima: tirar unos volantes. Enorme tarea fue conseguir un mimeógrafo. El reparto de esos pocos volantes fue todo lo que pudimos hacer como preparativo para el famoso mitin.
El lunes, a pesar del aviso del diputado Salvador González Lobo a mi padre, de que había orden de aprehensión en mi contra, entre temor y precaución no pude reprimirme de entregar una carta al municipio advirtiendo que haríamos uso de la Plaza de Armas para la reunión.
Era arriesgado salir, cierto. Un día antes había aparecido un desplegado a plana entera firmado por el cura Usabiaga y por Armando Fuentes Aguirre. “Mitin, borrachera de ideas”, lo titularon. Señalaban que el responsable de llamar al mitin había sido yo. A los ojos represivos de aquellos días debió sonar claro. Yo era un disolvente social.
A mi regreso a casa, un hombre me detuvo por el cinturón y otro se paró frente a mí. “Tenemos orden de tratarlo como caballero.” Aquella caballerosidad me indicó el interior de un Chevrolet verde sin placas. No nos dirigimos hacia la comandancia de policía, sino a la parte alta de Saltillo. Me estremecí pensando que “las caleras”, donde se decía que torturaban a los detenidos, sería nuestro destino. Me equivocaba. En la sexta Zona Militar me esperaban para internarme en una sala donde años atrás había presenciado, junto a mis compañeros de derecho, el juicio marcial a un soldado que había matado a otro. Se lo sentenció a muerte.
Fueron días que se prolongaron en exceso; en realidad sólo tres. Sin cobija y sin colchón la primera noche, pero con la luz prendida y con un guardia celoso que abría cada 10 minutos la puerta para ver si no había yo escapado, dormir era difícil. A la noche siguiente fue arrojado un bulto como saco de camotes. Nos prohibieron hablar uno al otro. Era un joven comunista, según me comunicó en un pedazo de papel estraza. Se lo llevaron pocas horas después. Al cabo de las 72 “reglamentarias”, llegó mi padre por mí. “Vámonos”, me dijo escuetamente.
Después supe que también ocho estudiantes habían sido puestos en la cárcel, pero liberados por cientos de estudiantes. Y que en el mitin, en declaraciones de Cepeda para Vanguardia (2/3/16), “la primera que habló y que tuvo más pantalones que todos los que estábamos ahí fue una mujer; luego otros la secundaron”. Hubo otros actos en los que tocó hablar a Francisco Javier. Uno de ellos en la calle de acceso a la muy conservadora Escuela de Jurisprudencia, pues les cerraron las puertas. Pero eso fue todo.
Aparentemente, el 68 nada significó para la sociedad ni, particularmente, para la juventud saltillense. El hecho es que una generación posterior –brillante, sin duda– entendió, muy a lo Gramsci, que la cultura era una vía de cambio. A esa generación pertenecía Lilia Cárdenas, joven estudiante de derecho. Cinco años después, los universitarios generaron un potente movimiento de autonomía. En 1973 la conquistaron y a su rectoría llegó un joven de 23 años egresado del Tecnológico de Monterrey: Melchor de los Santos.
En 1974, los obreros del complejo industrial Cinsa-Cifunsa protagonizaron una huelga ejemplar. La propia universidad pública, desde su Consejo Universitario apoyó su movimiento y logró que un gran sector de la sociedad saltillense fortaleciera solidariamente su lucha.
Este año, para conmemorar los 50 años de esa lucha, la editora de El Coahuilense publicó cuatro tomos sobre aspectos claves de la huelga. En uno consigna el testimonio de Arturo Alcalde, entonces asesor jurídico de los obreros y la crónica que Lilia Cárdenas, ahora presidenta de la Casa Coahuila, escribió cada día dejando un significativo registro histórico de ese movimiento.
Hay quienes piensan que no mirar atrás los precave de los proteicos alcances de la historia. Se equivocan.