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El eterno retorno

27 de octubre de 2024 00:01

En el mundo mexicano de ayer, el problema era la desconfianza de los actores políticos en relación con sus acuerdos y sobre todo con un poder público que insistía en presentarse como omnipotente. Todo eso acabó con las crecientes dificultades que el credo globalizador y su postulación de la democracia representativa y los derechos humanos, como nueva manera de gobernarnos una vez resuelta la bipolaridad de la guerra fría, le planteaba a dicha forma de gobernar. Como lo postulaba el reclamo democrático creciente.

Aquella desconfianza pasó a retiro, pero ahora vuelve por sus fueros, merced a los métodos impuestos por la Cuarta T; hoy, más que desconfianza en el acuerdo, priva el rechazo a establecer acuerdos. Desde el poder se nos ha mostrado que no vale la pena creer en ellos y, muchos, simplemente los consideran irrelevantes, despojados de toda eficacia política.

Podemos hacernos eco de quienes dicen que tener un Congreso abusivo y una oposición ausente, debilita al Estado y a la propia democracia; asimismo, podemos coincidir con quienes advierten sobre el arribo tumultuario de quienes enarbolan al mando único para luego contar con una democracia auténtica, tal y como hoy se nos dice al querer justificar el golpe al Poder Judicial. Lo que se conforma y confirma, como una degradación de la política, es que seguimos rindiendo pleitesía a formas de intercambio político que en un ayer no muy lejano, muchos decíamos reprobar.

Cada semana nos graduamos de criminalistas, abogados, medio ambientalistas…, pero lo sustancial, lo que da sentido a nuestra pretensión de ser una comunidad política con un Estado y un sentir nacional, no aparece por ningún lado. Salvo cuando se trata de negarlo, por parte de quienes gobiernan.

Nada importante parece estarse despejando, los grandes asuntos nacionales, como decían los clásicos, son aplastados por la ocurrencia y, dicen, la emergencia, pero nada detiene esta “marcha de la locura”. Se ha impuesto, nos hemos impuesto, en la retórica, la reflexión o el debate, un tono gris cuando no obscuro, que refuerza la mala opinión que tiene de la política un buen número de mexicanos.

Algo anda chueco y el mal humor vestido de chusquería se alimenta del temor por tanta inseguridad, del hartazgo de tanto grito. Tal es el “estado de la nación” que debe afrontar el nuevo gobierno en su afán de gobernar y ganar algún tipo de hegemonía, aunque pocos acierten a decirnos para qué.

El desinterés por los puntos de la agenda puede ser visto, de algún modo, como una reminiscencia de la vieja cultura presidencialista que avasallaba a los otros poderes, comenzando por el Legislativo, pero se trata de una exageración con un grano de mala fe. Había estudio y confrontación de tesis, aunque siempre mediadas por el poder presidencial. Hoy, lo que tenemos es un Poder Legislativo poblado por legisladores alejados, por conveniencia o ignorancia, de su función constitucional y sometidos a una humillante dependencia del Ejecutivo.

En lugar de un pluralismo, plural y actuante, ilustrado y responsable, como el que muchos buscamos y creímos haber encontrado al menos como indicio, hoy tenemos una suerte de coro desafinado, unos políticos que, en su mayoría, se mueven en defensa de sus intereses. La política democrática que es compromiso, responsabilidad, respeto; permanente ejercicio de diálogo, ha sido expulsada del horizonte de quienes deberían guardar y hacer guardar el espíritu republicano.

Urge proponernos dejar atrás el nefasto ciclo de un “eterno retorno” que suena a fantochada de carnaval. No hace mucho, el desencanto era ante la frivolidad con que las élites volteaban a ver, si lo hacían, los grandes problemas nacionales y se inventaban una democracia a imagen y semejanza; hoy, predomina una actitud que cree saber que sabe y sabe todo, embelesada por el efímero canto de sirenas de los votos.

Hay que seguir insistiendo: la democracia, como sistema siempre mejorable, no es responsable de nuestros extravíos, sino la sordera incapacitante de los políticos. Debemos ser capaces de dar a la recuperación del Estado el lugar que la irresponsabilidad de las élites políticas le ha negado; recuperar la visión de Mariano Otero y sus acuerdos fundamentales que nos lleven a (re)construir el Estado con una perspectiva propia, nacional, cuyo eje gire en torno a los paradigmas fundadores, esto es, los fines sociales, republicanos, del Estado.

Actualizar el valor de la solidaridad y de la igualdad como guías para (re)ordenar nuestra vida pública sin sacrificar el ejercicio de una racionalidad eficaz e ilustrada.

Frente al ruido y la furia, los desacatos y bravuconadas, la mejor y más segura senda es recobrar el valor de la política como entendimiento e incansable búsqueda del bien común.



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