A menos de dos semanas de las elecciones en Estados Unidos (5 de noviembre), Kamala Harris y Donald Trump están empatados.
Dependiendo de las encuestas, ninguno de los dos está por delante del otro por más de un punto en cinco de los siete estados claves “indecisos” (swing states): Georgia, Pensilvania, Nevada, Wisconsin y Arizona y con el republicano liderando en Carolina del Norte y Harris en Michigan (t.ly/ZKAD4).
Según un simulacro, reconocido por el equipo de Harris, la probabilidad de Trump de emerger victorioso en el Colegio Electoral es de 53 por ciento (t.ly/hL7AI).
La respuesta a cómo es esto posible es bastante clara para quienes siguieron en los meses recientes la campaña de Harris, que empezó a bombo y platillo como “fuerte e inspiradora”, pero luego empezó a hundirse en las encuestas ante errores de la candidata, muchos ya cometidos por los demócratas en 2016 y que van parar a Trump (t.ly/rqtIE).
A pesar de la figura a la cual se enfrentan −con todas sus condenas penales y procesos abiertos, su historial de agresiones sexuales, su odio y xenofobia, sus divagaciones semicoherentes (en las que le gana sólo Joe Biden, quien por esto tuvo que bajarse de la contienda presidencial) y su programa revanchista tóxico, la elección está reñida y los votantes, contrario a las voces iniciales de los “hurra-optimistas”, no prefieren de manera decidida a los demócratas.
La perspectiva del regreso de Trump a la Casa Blanca −pese a su historial de acabar por arriba en las encuestas− es bastante real.
Si así resulta, los culpables de la debacle no serán los rusos, sus bots (t.ly/RNaOz), los palestinos, los árabes-estadunidenses ni los “votantes irresponsables”, sino los propios demócratas y su candidata, cuyos pasos recientes se leían −o, potencialmente, serán leídos− como “la crónica de una derrotada anunciada” (t.ly/PITof) con la Harris negándose siquiera a discutir temas populares entre su base, como el alto inmediato a la guerra −y el genocidio− en Gaza, la reforma sanitaria o medidas económicas progresistas.
En vez de esto, apostó a formatear adrede su campaña, que desde el principio carecía de un programa específico, en línea con los consejos de sus asesores, de que para ganar “no necesitaba políticas, sólo ‘buenas vibras’” (t.ly/mDSOC), en torno a la identidad de un “republicano promedio anti-Trump” y presumiendo el apoyo de los militaristas neoconservadores de la extrema derecha como Dick y Liz Cheney, girando aún más a la derecha respecto a Biden quien, junto a ella misma, hizo esto cuando ganó las elecciones en 2020.
En vez de ofrecer una plataforma económica convincente que pondría a las familias trabajadoras en primer lugar −la mejor manera, según algunas encuestas (t.ly/y3W-G), de derrotar a Trump−, Harris prefirió, esencialmente, abandonarlas (t.ly/6Ntvx).
En vez de combatir el falso populismo de Trump y Vance con uno verdadero de centroizquierda, apostó por ganarles con el vacío liberal característico a los demócratas (t.ly/qCdgg), mezclado con la agenda de la extrema derecha (migración, imperialismo), imitando en muchos aspectos el programa trumpista al punto de jactarse “que los demócratas construyeron 98 por ciento del muro, no Trump” (t.ly/ORMwl).
En vez de batallar en pos de los estados indecisos −que definirán la victoria en el Colegio Electoral− con un programa contundente, prefirió seguir intimando con Wall Street, los multimillonarios, los barones ladrones de criptomonedas y demás clase donante, e ir recaudando más dinero por arriba de más de mil millón de dólares que ya había reunido (t.ly/-PBUp).
En vez de distanciarse de algunas de las políticas impopulares de Biden −que han sido también las suyas por lo que sus eslóganes de “cambio” y “esperanza” sonaban bastante huecos (t.ly/ EcE54)−, Harris ha sido reacia e incapaz a mencionar una sola cosa (sic) que haría diferente de Biden si ella resultara ganadora (t.ly/mi7Ak), definiendo la esencia de su candidatura como −nadie por sí solo inventaría estas cosas− “no llamarse Biden y no llamarse Trump” (t.ly/PX76_).
Finalmente, después de una breve explotación de lugares comunes de “alegría” (joy) y de llamar “raros” (weird) a Trump y los trumpistas como una “alternativa positiva” al lenguaje apocalíptico “del fin de la democracia”, en un gesto de desesperación cuando su campaña empezó a hacer agua −contrario a la comentocracia liberal que aseguraba que “iba viento en popa” y que “la gente estaba enamorada de ella” (¿a qué nos suena esto?)−, Harris abrazó la desesperada estrategia de miedo alertando sobre el supuesto “fascismo de Trump” y comparándolo con Hitler (t.ly/ yLjiE) algo que no sólo resulta un mal análisis político, sino que no ha funcionado contra él por más de ocho años.
Si a pesar de estos vacíos, Harris gana −allí, claro, ya será “gracias a ellos”−, todas estas debilidades de su campaña podrán servir como un vistazo a cómo será su presidencia: gobernando desde la derecha como un republicano mainstream −piénsese, por ejemplo, en G. W. Bush: este mes Harris apareció en público más veces con Liz Cheney que con su “compañero de fórmula” Tim Walz y prometió incorporar a un republicano a su gabinete−, continuando todo el legado criminal de Biden (¡genocidio en Gaza!), dándole, como hasta ahora, el incondicional carte blanche a Israel a todo y yendo a la guerra con Irán. Todo este panorama apuntaría a ser peor con Trump, pero en esencia, no muy diferente.