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El padre Marcelo

22 de octubre de 2024 00:02

El cobarde asesinato del sacerdote Marcelo Pérez Pérez, párroco de la Nuestra Señora de Guadalupe, en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, es, como escribió el poeta Miguel Hernández, un “manotazo duro / un golpe helado / un hachazo terrible” al mundo indígena chiapaneco y a la causa de la paz.

Tsotsil de Chichelalhó, San Andrés Sacam’chen de los Pobres, el padre Marcelo, defensor de la vida, nació el 17 de enero de 1974, en una familia campesina de 11 hermanos, en la que sus padres no sabían leer ni escribir. Estudió cinco años en un internado y se formó en la muy conservadora diócesis de Tuxtla Gutiérrez. El 6 de abril de 2002, el obispo de San Cristóbal, Felipe Arizmendi, lo ordenó sacerdote. Al momento de su homicidio era uno de los seis presbíteros indígenas trabajando en la diócesis (https://shorturl.at/27azy).

Era, a pesar de su sencillez y humildad, una luminosa estrella en las comunidades. Conocía a profundidad las entrañas de cada conflicto y proceso asociativo de los Altos.

Además de quienes acudían a él a buscar consejo u orientación, centenares le solicitaban ayuda para resolver asuntos pequeños, medianos y grandes, personales y políticos. Desde liberar a quien estaba injustamente encarcelado o rescatar a alguna mujer sacada de su comunidad violentamente, hasta defender los últimos humedales de San Cristóbal.

El padre Marcelo se hizo cura al calor del florecimiento de la reconstitución de los pueblos originarios. Le tocó ejercer el sacerdocio cuando el tejido comunitario se desmorona. De manera que, debido a su naturaleza y entendimiento, se puso al frente de los graves conflictos sociales que sacudieron San Andrés, Simojovel, Chenalhó, Chalchihuitán, El Bosque, Bochil, Pantelhó y Huitiupán. Sus raíces y su liderazgo le posibilitaron hacer en la región lo que para otros religiosos, provenientes de diferentes entornos culturales y entidades, es más difícil. Su capacidad para moverse dentro de la diócesis era enorme, y la autoridad y respeto que le dieron en la diócesis de Tapachula fue incuestionable.

Siempre estaba pendiente de su madre, de su gente, de sus hermanos de la Sierra y la Frontera, amenazados por el crimen organizado. Formado inicialmente en un medio conservador, la masacre de Acteal, en que paramilitares mataron salvajemente a 45 integrantes de Las Abejas que oraban por la paz, lo iluminó, lo convirtió y lo llevó a caminar por otras veredas junto a indígenas, maestros democráticos, víctimas de la violencia y el desplazamiento forzado. Conectó su corazón con los pueblos. Como narró a Raúl Zibechi en Ojarasca: “Tenía miedo y pude ver que en Acteal las personas son libres. Soy pastor, pero las ovejas con muy valientes. Me uní con ellas para denunciar la impunidad y luchar contra el proyecto Ciudades Rurales del gobierno de Juan Sabines”.

Su vocación y habilidad para evangelizar arrojaban frutos inesperados. La última parroquia a la que fue asignado, la del Barrio de Guadalupe, es emblema para los auténticos coletos, conocidos por su conservadurismo. Aunque en la periferia oriente de la ciudad actúan Comunidades Eclesiales de Base (CEB), el padre Marcelo logró la hazaña de formar, entre los creyentes no progresistas de su parroquia, comités de paz, ajenos a las CEB. El pasado 20 de octubre, durante el recorrido de su féretro de la fiscalía a Guadalupe, muchos feligreses se mostraron genuinamente conmovidos. En la iglesia lo despidió un coro infantil.

El cura Marcelo nunca se asumió como parte de la teología de la liberación. Su horizonte provenía del documento de Aparecida 2007: luces para América Latina, surgido de la quinta Conferencia General del Celam, que, desde su perspectiva, señala que la Iglesia debe ser abogada de la justicia y defensora de los pueblos”. Las líneas de acción del cura tenían cuatro ejes: la realidad que se enfrenta, la palabra de Dios ante ella, la posición de la iglesia y los compromisos que se requieren asumir. Afirmaba: “No basta rezar. ¿A poco Jesús sólo rezó? Una fe sin obras es una fe muerta. Hay que aterrizar la palabra de Dios en la Tierra; tiene repercusión en la vida real”.

A su gente advertía: “Ustedes son la luz del mundo. Son la sal de la Tierra. Si está apagada la luz ¿cómo van a iluminar la vida económica, política y social en la vida de diaria? Entre muchas otras luchas, acompañó la de los maestros democráticos contra la reforma educativa de Enrique Peña. Caminó en sus marchas, habló en sus mítines y abogó por ellos en sus homilías.

En varias ocasiones, caciques, políticos y narcos trataron de matarlo. En otras, pusieron precio a su vida. Primero 150 mil pesos, luego 400 mil, la tercera un millón. Los mismos sicarios le confesaban: “Padre, nosotros nos dedicamos a esto. Pero matar a un padre, ya no. No quiero mancharme las manos”. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ordenó al Estado mexicano medidas cautelares a su favor, que, por supuesto, no se cumplieron. La fiscalía supo quién pretendía ultimarlo.

Pérez sabía lo que se jugaba. “Si no toca, no toca. Sé que en cualquier momento me puede pasar algo. Pero mi fe es más grande que mi muerte. Vale la pena arriesgar la vida por la paz”, observaba. Luchador incansable por la paz, su ideario puede resumirse en dos señas: una prenda de vestir y una melodía. Usaba, como una especie de hábito civil, una camiseta con la imagen estampada al frente de monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo metropolitano de El Salvador, asesinado en 1980 durante la celebración de una eucaristía, canonizado en 2018. Su canción favorita era No basta rezar, del grupo musical venezolano Los Guaraguo.

Explicaba a sus feligreses las raíces profundas de su misión. “El sistema que tenemos quiere violencia, no la justicia”, decía. “Este sistema no es humano. La paz nos une. Hay que buscar construir un sistema que nos humanice.”

Ayer, su gente sembró al padre Marcelo en sus tierras. Su homicidio deja un enorme dolor y vacío. Son días de luto para los pueblos originarios y de zozobra para Chiapas.

Twitter: @lhan55

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