A Ifigenia Martínez, igual que a centenares de mujeres mexicanas, le tocó ir desbrozando con enormes obstáculos los senderos hacia una igualdad elemental entre las personas, materia prima de los derechos humanos y condición de justicia. Su perenne solidaridad con las mujeres y sus causas y empeños así lo atestiguan.
Ifigenia siguió la huella dejada por muchas otras y, también, marcó el camino para miles más. No fue la primera, y a decir por los vientos que soplan, forma parte de una historia que no parece tener fin.
Reconocer y homenajear la trayectoria pública de Ifigenia va más allá de hacer un recuento de sus múltiples y variadas ocupaciones y de sus últimos actos que, sin duda, son símbolos claros de los nuevos tiempos. Por arduos que nos parezcan.
El suyo es un camino que inicia en los lejanos años 60 cuando, entre 1966 y 1970, ocupó la dirección de la entonces Escuela Nacional de Economía de nuestra Universidad Nacional, siendo la primera mujer. También por su trabajo pionero en torno a la mala distribución de los ingresos en su libro clásico La distribución del ingreso y el desarrollo económico de México, texto que hace explícito el vínculo existente entre desarrollo económico y distribución del ingreso, relación que en esos momentos significó un enfoque renovado en la teoría económica.
Su insistencia, compartida por muchos de nosotros, en la atención central que la cuestión redistributiva tiene, y debe tener, es fuente interminable de una pedagogía cívica fundamental. Ella la desplegó con especial desprendimiento en la UNAM, su facultad de Economía y el Instituto de Investigaciones Económicas. Asimismo, en la Asociación de Exalumnos de la facultad y desde luego en la Academia Mexicana de Economía Política de la que fue una de sus fundadoras.
Sin caer en los recovecos y eufemismos en que suele caerse en esta disciplina, Ifigenia fue firme en su convicción de que superar la desigualdad económica no sólo era primordial para un buen funcionamiento de la economía, sino para la convivencia y sus relaciones sociales básicas, en las cuales se sostiene cualquier aspiración efectiva de democracia y de justicia social.
De estas convicciones intelectuales y morales, Ifigenia derivó la necesidad de llevar a cabo una reforma fiscal que, en nuestro caso, tendría que concebirse como recaudatoria y redistributiva. Como un vector fundamental para una oxigenación indispensable y elemental de la estabilidad y la seguridad del país.
Una reforma fiscal que contribuya a dinamizar el crecimiento y el desarrollo sostenible supone romper el nefasto y autoimpuesto cerco de una “normalidad” fiscal irracional y sin fundamento, para enfrentar no sólo las necesidades y urgencias sociales del corto plazo, también los requerimientos que conlleva una nueva senda de desarrollo. Se trata, reiteraba Ifigenia, de asegurar un crecimiento económico sostenido, la generación de buenos empleos y, desde luego, de reducir la pobreza y las desigualdades.
Si como anota Ifigenia en Algunos efectos de la crisis en la distribución del ingreso en México (Instituto Investigaciones Económicas y Facultad de Economía , UNAM, 1989): “Ya nadie discute (…) la legitimidad del Estado para participar como productor de satisfactores colectivos (…) (su) responsabilidad de satisfacer los grandes consumos sociales: educación y capacitación, salud, seguridad social, asistencia técnica agropecuaria, investigación científica y desarrollo tecnológico, abasto de alimentos básico, vivienda popular, conservación y mejoramiento del medio ambiente (…)”, entonces la revaloración del papel del Estado en la economía, como actor fundamental, cobra importancia vital y, en este sentido, como convocante y sostén de un nuevo acuerdo para retomar o abrir un nuevo curso de desarrollo.
Un Estado dispuesto a asumir su responsabilidad de atender –y entender– la cuestión social contemporánea; responsable de tener finanzas suficientes y transparentes para desarrollar estrategias que contemplen no sólo la ampliación de la infraestructura y el impulso a la creación de empleos sino propiciar la redistribución equitativa de los frutos del crecimiento.
Hoy que destacamos las cualidades de una mujer ejemplar, universitaria y política comprometida con su universidad, el país y su desarrollo, pionera en los estudios del ingreso y su distribución, en el crecimiento económico y las desigualdades, convendría acordar que la única manera en que tanto el lema “por el bien de México, primero los pobres”, como que los segundos pisos tengan destino cierto, es retomar la senda del desarrollo y caminar hacia la erección de un Estado de bienestar digno de tal nombre, que haga propia la tarea de la protección universal “de la cuna a la tumba”, como dijera Lord Beveridge en los albores del Servicio Nacional de Salud inglés y que, entre nosotros quedara establecida como obligación constitucional del Estado la de garantizar, de manera universal, los derechos sociales.
Salud y recuerdo para Ifigenia.