Mañana se cumple un año de que el grupo armado palestino Hamas lanzó su ataque más mortífero sobre Israel. Mediante una andanada de cohetes (98 por ciento de los cuales fueron interceptados por el sistema antimisiles Cúpula de Hierro) y una serie de asaltos relámpago en los territorios aledaños a la franja de Gaza, los milicianos mataron a alrededor de mil 200 personas y tomaron 240 rehenes.
El régimen de Benjamin Netanyahu, el más ultraderechista en la casi ininterrumpida lista de gobiernos ultraderechistas de Israel, usó la agresión de Hamas como pretexto para llevar de nuevo a la escala de genocidio su permanente opresión contra el pueblo palestino. Aunque la sistemática destrucción de Gaza que comenzó al día siguiente se emprendió en nombre de los rehenes y con el presunto objetivo de lograr su rescate, Netanyahu rechazó la propuesta de Hamas de intercambiarlos por los 9 mil palestinos que mantiene secuestrados. En los siguientes meses, se realizaron algunas negociaciones puntuales que llevaron a liberaciones parciales, pero muchas de las personas retenidas por la facción palestina han sido asesinadas por el propio Israel en sus bombardeos indiscriminados. Incluso han sido ejecutadas por soldados israelíes que las confundieron con palestinos que ondeaban banderas blancas, en una enésima prueba de que el ejército de ocupación masacra sin piedad a todo ser vivo en Gaza. La evidencia incontestable de que a Netanyahu y sus secuaces no les importan los rehenes, ha ocasionado protestas hasta entre ciudadanos israelíes que comparten el ideario sionista y supremacista del primer ministro.
Mientras tanto, Tel Aviv ha asesinado a 42 mil personas en Gaza, 70 por ciento de las cuales eran mujeres, niños y ancianos. Al menos 169 bebés nacidos después del 7 de octubre han muerto por la acción de los misiles, las balas o los buldóceres con que los soldados israelíes arrasan hasta el último centímetro cuadrado de los asentamientos palestinos para asegurarse de que no quede nada en pie. 21 mil niños están desaparecidos. En los primeros meses de genocidio, Israel ya había matado a más periodistas y trabajadores de la ONU de los que han muerto en cualquier otro conflicto, incluidos los que se han prolongado por lustros. Su delirio bélico no se ha limitado a Gaza, pues también se ceba en los palestinos que habitan los jirones de Cisjordania en que los mantiene recluidos el ejército ocupante. Además, Tel Aviv y sus aliados han bombardeado a discreción Siria, Irán, Yemen y Líbano, siendo este último objeto de una campaña de destrucción con hasta 200 objetivos golpeados en un solo día en un territorio más reducido que el estado de Querétaro.
A un año del 7 de octubre, parece cada vez más inverosímil que la omnipresente inteligencia israelí no supiera del ataque, pues en este lapso ha demostrado que posee información en tiempo real sobre cada movimiento de las organizaciones e individuos a quienes desea aniquilar. Los asesinatos de altos mandos iraníes, la detonación a distancia de mi-les de dispositivos de comunicación usados por el grupo islamista Hezbollah y el exterminio de la práctica totalidad de los dirigentes de éste y de Hamas refuerzan la percepción de que el régimen de Netanyahu estaba al tanto del ataque y lo dejó ocurrir. Esta versión es acorde con el proceder del mandatario, quien ha basado toda su carrera política en explotar el odio racista de sus conciudadanos. Premeditados o no, el genocidio contra el pueblo palestino y el incendio que ha creado a su alrededor le han sido muy útiles para desviar la mirada de sus escándalos de corrupción.
Netanyahu es ya el mayor criminal de guerra del siglo XXI, pero la historia no olvidará que sus delitos contra la humanidad habrían sido irrealizables sin la entusiasta complicidad de Occidente, y en particular de Washington, Londres y Berlín, quienes se han mantenido inconmovibles ante la pesadilla de 2 millones de gazatíes acorralados, llevados hasta la inanición y sometidos al terror permanente de no saber cuál de las bombas que vuelan sobre sus cabezas habrá de matarlos.