España se conformó como reino y como imperio en las mismas fechas. Ambas cosas ocurrieron al mismo tiempo. De un día para otro, en términos históricos. La unión de las monarquías castellana y aragonesa, en la segunda mitad del siglo XV, culminó la conquista del sur de la península ibérica todavía en manos musulmanas, invadió y se anexionó el reino de Navarra –el Estado de los vascos– y sometió al continente americano.
La idea de la conquista es consustancial a la españolidad. De hecho, estamos hablando de un país que, dentro de una semana, como cada año, celebrará el Día de la Hispanidad en el aniversario de la llegada de Cristóbal Colón a América. Si se cuestiona su pasado, sienten que se pone en tela de juicio su propio presente. Así de endeble y pequeñito es el espíritu nacional español: tan acomplejado, que necesita recordarse como imperio para creerse a sí mismo.
Todos tenemos una relación más o menos polémica con nuestro pasado. También los vascos y, me imagino, los mexicanos. Nadie está libre de la tentación de revisitar su propia historia con los ojos del presente y extraer de ella lo que en el momento le convenga. Igual que siempre resulta atractivo sacudir fantasmas pasados para esconder miserias contemporáneas, aquí y allá. Pero el caso español, en pleno siglo XXI, es casi de naturaleza siquiátrica.
La ola decolonial que, poco a poco, ha ido abriendo brecha de forma notable en los países anglosajones y ha ido goteando a la mayoría de Estados con pasado colonial, desde Bélgica, Holanda y Francia, hasta el propio Vaticano, ha esquivado a España, que insiste en no darse por aludida. Nada puede con el inveterado y tozudo ánimo español de sostenella y no enmendalla. Tan arcaico que se escribe en castellano antiguo.
La polémica desatada a raíz de la no invitación del monarca español a la toma de posesión de Claudia Sheinbaum ha servido para recordar la alucinante relación que España tiene con su historia y su pasado. En su visión oficialista, la expulsión de los musulmanes del sur de la península no fue sino una “reconquista” –un regreso de las cosas a su orden natural–, el reino de Navarra se unió pacífica y voluntariamente al de Castilla –como si las tropas del duque de Alba se hubiesen paseado con lirios en la mano– y lo de América fue un descubrimiento afortunado que desembocó en una misión civilizadora por la cual deberían dar las gracias los pueblos originarios.
No es una exageración. Entre los argumentos para defender la falta de respuesta de Felipe de Borbón al reclamo de Andrés Manuel López Obrador en 2019 destacan la glorificación de Hernán Cortés como liberador de los pueblos originarios sometidos entonces por los aztecas –deberían, de nuevo, darnos las gracias–; la negación, en contra de toda evidencia etimológica, de la naturaleza colonial de la presencia española en América y África –eran virreinatos y provincias de ultramar, no vayan ustedes a confundirse–, y la carga de la responsabilidad sobre los descendientes de aquellos que se trasladaron a México y otras colonias.
De haber culpa, es de ellos, no de los españoles de hoy en día, que nada tienen que ver con un pasado del que luego, sin embargo, se enorgullecen. Que el Estado mexicano ya haya pedido perdón de forma solemne a los pueblos originarios resulta anecdótico para estas voces.
Perderse en disquisiciones históricas, sin embargo, puede hacer olvidar que el debate poco tiene que ver con lo que ocurrió hace cinco siglos. Los historiadores apenas son convidados de piedra a los que se les permite hablar tan sólo para reforzar convicciones. Es del presente de lo que hablamos.
Y el presente tiene guardadas dos misiones principales para la monarquía española: la de embajador de los intereses españoles en el mundo y la del guardián de las esencias patrias.
Cuando se dice intereses españoles quiere decirse, claro, intereses de las empresas españolas, que poco tienen que ver con las preocupaciones de la gente corriente que habita el Estado español. A las grandes corporaciones les interesa poco hurgar en el pasado, no vaya nadie a encontrar en algunas prácticas neocoloniales rastros de aquel imperio.
Y guardar las esencias es lo que con más gusto parece hacer el actual monarca. Para muestra un botón: como fondo para el duro e intransigente discurso que pronunció el 3 de octubre de 2017, con Cataluña encendida tras un referendo que el gobierno español trató de impedir lanzando policías contra colegios electorales, Felipe de Borbón eligió la imagen de un antepasado suyo, Carlos III, el mismo que en el siglo XVIII prohibió el uso del catalán. Son las mismas esencias que anclaron el trasero del rey a la silla cuando el recién investido Gustavo Petro ordenó sacar la espada de Simón Bolívar en 2022.
Amenazar la actual unidad del Estado y cuestionar su pasado colonial tocan en España la misma fibra autoritaria, tan bien representada por una monarquía que capa de raíz la posibilidad de construir un proyecto nacional español democrático.