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Las otras armas

03 de octubre de 2024 00:01

Cuando Carlos Montemayor publicó Las armas del alba, Alma Gómez, hija del doctor Pablo Gómez, caído en el asalto al Cuartel de Madera, el 23 de septiembre de 1965, le dijo: “Solamente hablas de los hombres en esa gesta, no de las mujeres que participamos en el movimiento armado de diversas formas”. Carlos respondió que el libro se refería sólo al ataque guerrillero y luego escribió Las mujeres del alba para narrar las luchas, los trabajos y los días de entrega y de sufrimiento de estas heroicas mujeres.

Guardadas las proporciones, me sucedió algo semejante luego que publiqué en La Jornada el texto “Volver a Madera”: dos personas muy diferentes me hicieron más o menos la misma observación: “Hablas de quienes tomaron las armas y pagaron su convicción con la vida misma. Eso lo admiramos y valoramos, pero, ¿por qué no hablas de quienes no optaron por la vía armada –siempre respetándola–, pero dieron o han dado toda una vida en el acompañamiento silencioso a muy diferentes causas, al trabajo entre las personas excluidas, entre las víctimas de la injusticia?”

A esa sugerencia obedece este texto: a recordar sin citar nombres, pero sí los hechos, muchas veces desconocidos e ignorados, de tantas personas que tal vez no hayan entregado su sangre, pero sí su vida, trabajos, esfuerzos, a la construcción de la justicia y la paz en este país.

Comienzo, con la generación de activistas que vivieron directa o indirectamente el movimiento estudiantil-popular de 1968. De ahí brotaron cientos de jóvenes convencidos de que la revolución no iba a hacerse en los campus, sino en el trabajo de “integración”, así le llamaban, con los sectores populares.

Y se fueron a trabajar manualmente a las fábricas, a organizar la invasión de lotes urbanos para formar colonias populares, a tomar la tierra junto con las familias campesinas.

En esos territorios se hallaron con activistas con un quehacer muy parecido, aunque aparentemente con distinta motivación: monjas, curas, laicos, motivados por las fuentes de lo que luego se denominaría la “teología de la liberación”. Optaron por dar vida y contenido a su fe en la inserción entre los pobres, en el compromiso cotidiano con ellos. Dejaron templos, universidades de ricos, monasterios y conventos para convivir y trabajar donde estaba el pueblo explotado, sufriente, pero también dispuesto a la lucha.

Las armas de este ejército pacífico eran compartidas a pesar de sus diferencias ideológicas: la promoción de la acción colectiva a partir de las necesidades de la gente; la educación popular, los talleres de concientización, el estudio de las leyes y la historia. Sus referentes fueron convergiendo: Marx y Lenin, Trotsky, Rosa de Luxemburgo, Gramsci, Mao, el Che, Mariátegui, Paulo Freire, Dom Hélder Cámara. Ello dirigido a que los oprimidos devinieran sujetos de su liberación.

Así florecieron decenas de formas de acción colectiva que conformaron luego “coordinadoras”: del movimiento urbano-popular, del movimiento sindical, de organizaciones campesinas, estudiantiles, de lucha magisterial. Fueron estas bases la materia prima de las iniciativas de solidaridad con las luchas de liberación en Nicaragua, El Salvador, Guatemala, con los movimientos contra las dictaduras en el Cono Sur.

En otro momento, los activistas respondieron a una realidad cambiante pero siempre agresiva con los de abajo y formaron comités contra la represión, colectivos por la defensa y la promoción de los derechos humanos, los primeros colectivos feministas.

Acompañaron el despertar de los pueblos originarios, las luchas por la defensa del territorio y el ambiente, la construcción de gobiernos locales autónomos y los colectivos de desplazados, de búsqueda de desaparecidos, de apoyo a migrantes, de trabajo con juventudes e infancias, de defensa del agua.

Maestros, normalistas, estudiantes, dirigentes de comunidades y organizaciones campesinas; amas de casa, obreros, comunidades de pueblos originarios. También personas de la academia y centros de investigación poniendo la ciencia y las humanidades al servicio del pueblo. Periodistas que denuncian, narran luchas, exponen verdades y abusos. Jóvenes de diversos colectivos; mujeres, monjas, curas, cristianas y cristianos comprometidos.

Esta formidable, diversa, eclosión de educación popular, organización, movilización, construcción de poder desde abajo debe mucho a todas estas personas que pocas veces han sido reconocidas, aunque no sea esto lo que pretendan. Estos ríos a veces confluyen, a veces se unen y luego divergen, a veces son afluentes de un río más grande de conciencia y de organización. Así hay que reconocerlos, valorarlos, en su aporte específico, en el ahí y en el ahora en que trabajan.

Estos ríos son comunidades y personas concretas. Componentes necesarios y anónimos de las mejores causas. A todas ellas nuestro gran reconocimiento, ahora que por razones profesionales tengo que suspender y mucho agradecer los espacios de nuestra querida La Jornada.



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