Hace poco, al hablar en la apertura de la nueva sesión de la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, cumpliendo el ritual existente desde su instauración en 1948 y que asegura ese rol a Brasil, el presidente Lula da Silva ha sido enfático al cobrar de todos los países del mundo un esfuerzo sin límites para controlar la devastación del medio ambiente.
Tal compromiso es exactamente el mismo que él se ofreció a cumplir cuando asumió la primera de sus tres presidencias, en 2003. La segunda vino en seguida, y duró hasta 2013. En 2023 inauguró la tercera, que sigue a pleno vapor.
Es verdad que en sus dos primeros mandatos se avanzó de manera concreta. Insuficiente, por supuesto, pero concreta. En la primera presidencia de la sucesora, Dilma Rousseff, ese avance perdió fuerza. En el segundo, perdió más. Luego vino el golpe llevado a cabo por el Congreso, que la tumbó y puso en el sillón presidencial a un mequetrefe llamado Michel Temer, y todo se paralizó.
Fue entonces cuando entró en el tablado –y en el despacho presidencial– un desequilibrado y corrupto llamado Jair Bolsonaro, y el escenario cambió de manera radical. Bolsonaro no sólo permitió, sino que también incentivó, y muchas veces financió con millonarios recursos públicos, a los devastadores del medio ambiente que integran el llamado agronegocio, y que en buena parte tienen como verdadero negocio destrozar todo lo que encuentran en su camino con tal de llenar sus billeteras hasta reventarlas.
Mucho se equivocan los que dicen que lo que se ve cuando se mira a Brasil es pura devastación. Ese tiempo ya pasó. De acuerdo con lo que indican –y comprueban– científicos de aquí y de otras latitudes, hoy día lo que se ve cuando se mira a Brasil son nubes, pesados nubarrones que cubren casi 85 por ciento del territorio de ese país, que tiene dimensiones continentales. Nubarrones que son pura contaminación.
Si en agosto y septiembre hubo largos periodos en que los nubarrones tapaban 60 por ciento del espacio brasileño, en los últimos días se llegó a 80 por ciento. El calor intenso –e insólito– vivido en el pasado invierno contribuyó para extender las nubes que cubrieron y cubren el cielo.
En una semana más, el domingo que viene, habrá elecciones locales en los casi 6 mil municipios brasileños. Y mientras los partidos políticos y sus candidatos tratan de encontrar un medio eficaz para sacar a buena parte del electorado que se encuentra indiferente a la fecha, la Justicia Electoral trata de encontrar métodos eficaces para enviar urnas electrónicas y fiscales a municipios –algunos regionalmente importantes– que se encuentran al borde del aislamiento gracias a la sequía.
Sí, sí, es verdad que Lula da Silva tiene buenos –y son varios– datos positivos para celebrar cuando el segundo año de su tercer mandato se acerca al final. El desempleo, por ejemplo, bajó a 6.6 por ciento, nueva marca histórica. La renta de los empleados, mientras tanto, creció. Solamente en agosto fueron registrados poco más de 230 mil nuevos puestos de trabajo formal, es decir, al amparo de toda la legislación.
Pero hay otros datos alarmantes o, cuando menos, indignantes. Por ejemplo: pese a ser uno de los países con las mayores poblaciones carcelarias del mundo –pierde para Estados Unidos y China, y nada más– hay solamente 374 presos por crímenes ambientales, como las quemadas. Conozco dos cafés en Ipanema que, sumadas sus mesas, en las noches de sábado abrigan a más gente.
Así de desigual y absurda es la Justicia frente a la destrucción de lo que queda de mi pobre país. Hay que ver hasta cuándo queda algo…