Cada día resultan más espeluznantes las similitudes entre la Alemania nazi y el gobierno de Israel. Sus ciudadanos son adoctrinados desde la primera infancia en el odio racial y la deshumanización del pueblo al que han decidido exterminar, mantienen a millones de personas en campos de concentración que de manera recurrente convierten en centros de exterminio, imponen castigos colectivos, disparan deliberadamente contra civiles inermes, ignoran de manera flagrante la soberanía de otros países. Y, al igual que la Alemania nazi en su camino hacia la barbarie, Israel cuenta con la complicidad de Occidente.
Esta semana, el régimen de Benjamin Netanyahu dio un paso más en su campaña de exterminio contra liderazgos de gobiernos y grupos islamitas que apoyan al pueblo palestino en su desesperado intento de sobrevivir al genocidio. En un bombardeo que destruyó seis edificios residenciales y dejó daños en 30 kilómetros a la redonda de Beirut, sus fuerzas armadas asesinaron a Hassan Nasrallah, secretario general del partido-milicia chií libanés Hezbollah. En el mismo ataque murieron otros comandantes de dicho grupo, así como un general de la Guardia Revolucionaria de Irán.
Según él mismo divulgó, Netanyahu ordenó la carnicería justo antes de dirigirse a la Asamblea General de la ONU, donde desnudó su arrogancia y la lógica fascista que guía sus actos. Afirmó que no se detendrá ante nada para consumar sus objetivos de dominación y advirtió al mundo que no hay lugar que los recursos militares israelíes no puedan alcanzar. Ningún líder occidental abandonó la sala mientras Netanyahu se jactaba ante el planeta de que asesina y seguirá asesinando a quien se le dé la gana, como sí lo hacen cuando los dirigentes dignos del sur global ponen ante sus ojos el sufrimiento que infligen sus multinacionales depredadoras y sus aventuras bélicas. A Washington, Bruselas, sus aliados y satélites, no sólo no les espanta el delirio bélico de Israel, sino que lo aplauden, como hizo el presidente Joe Biden al declarar que el asesinato de Nasrallah fue un acto de justicia
.
El primer ministro ultraderechista se envalentona día tras día al comprobar que tiene luz verde de los supuestos faros de la democracia y los derechos humanos para masacrar a millares de niños con misiles, balas, buldóceres y la cruel muerte por hambre. Ha dejado de lado cualquier contención verbal. Aseguró que con la eliminación de Nasrallah se saldaron cuentas
, una frase para los anales del cinismo: en casi un año desde que inició la destrucción de Gaza, han muerto 52 israelíes a manos de Hezbollah y más de mil 500 libaneses a manos de Tel Aviv. En un solo día, el 23 de septiembre, Israel masacró a diez veces más personas de las que ha perdido en 12 meses, por no mencionar las décadas de bombardeos arbitrarios y crímenes de guerra atroces como su participación en los actos genocidas de Sabra y Shatila. Es necesario recalcar que, si bien ambos bandos están armados, la pavorosa desproporción entre su poder de fuego y el número de bajas hace imposible caracterizar como una guerra lo que es una masacre.
Queda dolorosamente claro que Israel está decidido a llevar la barbarie hasta sus últimas consecuencias, incluida una guerra total con un potencial arrasador de destrucción material y humana. Y parece también indudable que nadie lo detendrá.