El domingo pasado, tras haber cumplido hace unos meses 90 años (t.ly/1Mgva), murió Fredric Jameson (1934-2024), un intelectual marxista, filósofo y critico cultural estadunidense cuya vasta obra influyó en generaciones de pensadores, académicos y activistas cambiando nuestra comprensión de la cultura, la política y la estética del “capitalismo tardío”, el término, retomado de Ernest Mandel, que Jameson solía favorecer y que simplemente significa “reciente”, pero también alude a cierta “obsolescencia”.
Jameson −teórico marxista quizás más versátil y prolífico desde Theodor W. Adorno− que había enseñado en la Universidad de Duke desde 1985 y entre cuyos numerosos libros se encuentran Marxismo y forma (1971), El inconsciente político (1981), Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío (1991), Valencias de la dialéctica (2009) o Las antinomias del realismo (2013), desde su temprano encuentro con la obra de Sartre y su “lenguaje filosófico” (t.ly/lI3Wy) y retomando y profundizando nuestro entendimiento de la obra de autores como Hegel, Marx, Gramsci, Lukács, Adorno, Benjamin, Lefebvre o Althusser, exploró los vínculos entre ideología y cultura, economía y estética o historia y lenguaje en la literatura, la arquitectura y el cine, cambiando de modo particular todo el campo de la teoría cultural y la crítica literaria (t.ly/gvE9T).
Su profunda vocación materialista no sólo le permitió captar y describir oportunamente nuestra condición posmoderna −y toda la lógica cultural del capital− “estableciendo los términos del debate posterior” (como bien había notado Perry Anderson), sino que se traducía en su fuerte compromiso militante y su profunda lectura de momentos de lucha, rebeldía, utopía y liberación en los textos culturales.
Parte de este compromiso ha sido su dictum −uno de tantos de sus lemas y citas memorables− de “historizar siempre” (El inconsciente político, 1981, p. 9), un imperativo del pensamiento dialéctico y una tarea calculada a darnos el acceso a la historia mediante su “previa (re)contextualización”, su profundamente benjaminiana advertencia de que “la historia [siempre] pone su peor pie adelante” (Brecht y el método, 1998, p. 17), que nos alertaba que ésta procede más bien por la catástrofe −ambas observaciones sumamente potentes en tiempos del “fin de la historia”−, o su observación de que, atorados en el eterno presente del neoliberalismo, “nos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” (La ciudad del futuro, en: New Left Review 21, Mayo-Junio 2003), con lo que, en el espíritu anterior, quería demostrarnos cómo nuestras sociedades perdieron el sentido de la historia y cómo el futuro, desprovisto de cualquier visión de la utopía −una diagnosis que compartía con otros pensadores muy diferentes como por ejemplo Reinhart Koselleck (t.ly/oI3B8)−, estaba siendo reducido solamente a dos, igualmente deprimentes, opciones: la eterna repetición de lo mismo o el apocalipsis.
De allí, según él, la tarea era romper la “falsa calma del presente posmoderno” y abrirse de nuevo a los vientos del cambio y los tiempos de la historia hecha por los seres humanos.
A lo mismo nos apremiaba cuando escribía que “la Historia es la experiencia de la necesidad” y de que, al final de las cuentas esta “no necesita ninguna justificación teórica particular: podemos estar seguros de que sus necesidades alienantes no nos olvidarán, por mucho que prefiramos ignorarlas” (El inconsciente…, p. 102), que la historicidad no es “ni una representación del pasado ni una representación del futuro”, sino “una percepción del presente como historia” y de que teníamos que darnos cuenta de la anatomía de esta operación “para salirnos del presente” (Posmodernismo…, p. 284) o de que “la vocación de la utopía reside en la falla (…) en los límites invisibles que nos da para detectar por pura inducción, el enredo de nuestra imaginación en el modo de producción mismo, el fango de la época actual en el que se atascan los zapatos utópicos alados, imaginándolo como la fuerza de la gravedad misma” (Las semillas del tiempo, 1994, p. 75).
Finalmente −después de haber demostrado de modo más articulado “su mirada fría hacia la muerte” (t.ly/rq9f_) justo en Las semillas…, y su lectura de Chevengur, la utópica novela de Andrey Platónov−, en un fascinante pasaje de uno de sus libros más recientes, escribiendo sobre la experiencia de envejecer, Jameson se sumergía por sí mismo en la historia, pero este acto −muy al contrario de la acción colectiva cuando tenía que tratarse de recuperar su verdadero sentido− ya tenía para él solo una calidad individual y melancólica.
Escribiendo que si bien la longevidad “debida tanto a la farmacología capitalista tardía como a la fuerza de la vitalidad shaviana [de George Bernard Shaw]” debería haberlo convertido “en un más receptivo aparato de registro de lo histórico”, anotaba que era más bien partidario “de la relevancia fenomenológica y experiencial de la famosa frase de Althusser: ‘El momento solitario de la última instancia nunca llega’”.
Para él, a aquellas alturas de la vida, su significado era que en realidad nunca tenemos una experiencia directa e inmediata de la historia, y que los momentos en que esta nos parece cercana −como cuando en 1956 en un hotel vienés lo confundieron con un húngaro o cuando en junio de 1959 pasó entre hombres barbudos en el aeropuerto de La Habana y luego buscaba a la Revolución entre las multitudes de sus calles del centro− son, en realidad, “detalles empíricos” cuya objetividad queda absorbida por lo subjetivo “y asimilada solamente en una anécdota autobiográfica” (Alegoría e ideología, 2019, p. 334).
¡Rest In Power, maestro!