El esclarecimiento de lo ocurrido la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, y sus inmediaciones representa una asignatura pendiente para el gobierno que finaliza dentro de cuatro días. Sin duda, es terrible que no se haya podido cumplir ese compromiso tan emblemático del proyecto político encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador pese a la voluntad política empeñada por él y varios integrantes de su gobierno.
A casi seis años del inicio de esta administración, ha quedado claro que las resistencias y las redes de intereses que obstaculizan la acción de la justicia son mucho más densas de lo que se supuso en un inicio. Este entramado ha ocasionado que, a una década de los hechos, sigamos preguntándonos qué ocurrió en Iguala, dónde están los muchachos y a quién se encubre con el pacto de silencio establecido durante el sexenio de Enrique Peña Nieto y que evidentemente sigue en pie. Significativamente, en agosto de 2022, el entonces subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, encargado de la comisión gubernamental creada para esclarecer los hechos, informó que hasta entonces habían fallecido o habían sido asesinados 26 testigos claves que habrían podido aportar información sustancial para conocer la verdad de los hechos.
Es palpable que existe un designio de proteger, pero no se puede afirmar con certeza a quién: los padres, por ejemplo, sostienen que solapa a los militares, pero 11 miembros de las fuerzas armadas –entre ellos dos generales– se encuentran sometidos a proceso, una realidad que pone en entredicho la supuesta protección al ámbito castrense.
Por otra parte, la causa ha sido instrumentada para el golpeteo político contra el gobierno federal por personajes y organismos que acompañan a los padres, así como por miembros de la comentocracia que ignoraron o hasta atacaron a éste y otros movimientos sociales durante el peñato y que hoy despliegan una hipócrita solidaridad para atacar al mandatario. Estos sectores son contraproducentes para la justísima lucha de los familiares de los normalistas, pues siembran una desconfianza que enturbia el ambiente social y entorpece los avances que son tan insatisfactorios como innegables.
Ante los actos conmemorativos que se realizarán hoy y de cara al futuro del movimiento de Ayotzinapa, cabe llamar a que el derecho a la protesta se ejerza sin violencia, no porque el mobiliario y el patrimonio urbanos importen más que el esclarecimiento o la justicia, sino porque se encuentra probado que la impulsividad desprestigia a la causa. Asimismo, los arrebatos de furor dan pábulo a quienes quisieran regresar a prácticas represivas que se desterraron durante el actual sexenio y que no deben volver.
Por último, es deseable una vuelta al diálogo entre los familiares y Palacio Nacional, y el cambio de gobierno ofrece una ocasión para restablecer la comunicación sin la carga negativa acumulada. En la medida en que ambas partes desplieguen una verdadera voluntad de entendimiento, mayores serán las probabilidades de dar con el paradero de los muchachos y sancionar a los responsables de una atrocidad que no debe repetirse nunca más.