El escritor inglés H.G. Wells apuntó que la Historia y la supervivencia misma dependen de una carrera entre la educación y la catástrofe. Esta idea es adecuada para reflexionar sobre cuestiones que hoy son relevantes como la persistente violencia que hay en el mundo, o bien, la incapacidad de la humanidad para contener la degradación del medio ambiente.
La utilidad de esta apreciación de Wells puede extenderse a la consideración de otras situaciones relevantes. Una de ellas es que a pesar de la importancia que se asigna a la educación en la retórica política, lo que no se refiere únicamente a los sistemas escolares, la sociedad parece tender a una incapacidad crónica para aprender tanto de los éxitos como de los fracasos.
Un componente esencial de la educación es el ejemplo; el que dan los padres a los hijos; los maestros a los alumnos, los amigos, los vecinos y, también, las autoridades. Y, por supuesto, está el ejemplo que dan a los ciudadanos quienes gobiernan, legislan y juzgan. Los hechos recientes que hemos presenciado en México, asociados con las reformas constitucionales en materia del Poder Judicial, exhiben lo que constituye un ejemplo desalentador del quehacer político.
La forma es fondo. Así lo dijo de modo claro Jesús Reyes Heroles, considerado ideólogo del viejo PRI. Recordémoslo, pues es oportuno: “Seremos inflexibles en la defensa de las ideas, pero respetuosos en las formas, pues en política, frecuentemente, la forma es fondo”. Las maniobras e intrigas que llevaron a la sobrerrepresentación que alcanzó Morena en el Poder Legislativo se consiguió entre una forzada interpretación legal, el concurso del órgano encargado de las elecciones, así como del Tribunal Electoral. La exhibición fue de total unanimidad y disciplina; del acomodo de legisladores de otros partidos y el tejemaneje para conseguir los votos necesarios y aprobar la reforma. No ha sido una buena lección de civismo. Mal ejemplo fue tal ímpetu para todos, pero especialmente para los niños y los jóvenes de este país que han visto de qué modo se dirimen las diferencias, cómo se consiguen los objetivos políticos, cómo se violentan los procedimientos y cómo se ejerce el poder. Esto no es privativo de este tiempo y de estas formas, pero no por ello es irrelevante. Nada contribuye esto a la educación cívica, como ocurre igualmente con la violencia que impera en muchas partes del país y que se deja al arbitrio de los mismos grupos que riñen por el control del territorio y ante la ausencia de las autoridades responsables de la seguridad de la gente. Este deber es la base misma de la naturaleza del Estado y ahí hay una grieta muy grande.
Hoy nos queda el paisaje después de la batalla, ya sea en la versión cinematográfica del director polaco Andrzej Wajda del año 1970 y cuya trama se describe así: “La Segunda Guerra Mundial ha terminado, pero los supervivientes de un campo de prisioneros descubren que, en esencia, nada ha cambiado: el totalitarismo ha sido simplemente sustituido por otro totalitarismo de distinto signo”. El paisaje puede ser visto desde otro ángulo, como propone la novela de Juan Goytisolo con el mismo título, publicada en 1982. El autor la describió como una seudoautobiografía grotesca en la que proponía ponerse en tela de juicio a sí mismo, al personaje y también al lector. La presentó como una novela de humor y como “un reflejo de la espantosa comicidad del género humano”. Ya fuimos advertidos hace más de 170 años de que la historia ocurre dos veces: una como tragedia y otra como farsa. Nadie tiene por siempre la razón, ni la verdad, ni el poder.
Finalmente, queda la evidencia de que en una sociedad abierta, con amplios espacios para el desenvolvimiento de lo civil y lo ciudadano, se requiere del diálogo y del intercambio de ideas. Para eso, entre otras cosas, ante el poder ha de existir una oposición. No se trata sólo de una teoría política, se trata en cambio de la capacidad y la práctica de dialogar, de dirimir las cuestiones que competen a todos. El ejemplo en esta etapa es el contrario y se advierte en la manera en que se ha arrasado con la oposición política, que ha quedado devastada por su propia ineficacia y mezquindad. Es iluso pretender que la práctica de la política sea armoniosa y edificante, no está en su naturaleza; pero no se debería renunciar como un principio ético y hasta estético a que fuese un mejor ejemplo para la gente. A los jóvenes de este país les recomiendo la lectura de las Cartas a un joven disidente, de Christopher Hitchens.