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“Not All Men” (No todos hombres)

21 de septiembre de 2024 00:01

Hay una mujer que está abriendo camino en Francia. Se llama Gisèle Pélicot y lo está haciendo a golpe de cuerpo, literalmente. Fue drogada por su marido durante al menos una década y violada por decenas de hombres que él mismo, Dominique Pélicot, traía a casa, previo contacto a través de redes y foros. Medio centenar de ellos están siendo juzgados, junto al marido, desde la semana pasada en la región de Vaucluse, en un caso que ocupa portadas en todo el continente y que refleja las tensiones de una época: el avance del discurso contra la violencia hacia las mujeres y la reacción de un sistema que se defiende. Gisèle Pélicot decanta la balanza.

Merece diseccionar el caso y seguir algunos de sus principales hilos, porque concentra algunos de los mecanismos de defensa que el machismo acostumbra a desplegar cuando saltan a la luz escándalos como el que nos ocupa. También sus antídotos.

La principal estrategia para protegerse es la construcción de la excepcionalidad. Los casos más mediáticos son siempre aquellos que permiten señalar y lapidar a quien supuestamente se sale de la norma. A una bestia, a un animal, a un inadaptado, a un depredador. Dominique Pélicot ya ha sido bautizado en los medios franceses (y europeos) como el monstruo de Mazan, en referencia a la localidad en la que vive. Esto permite sacar la manzana podrida del cesto supuestamente sano. Convertir un caso en excepcional permite tratarlo de forma aislada de su contexto, escondiendo las características estructurales que lo hacen posible.

Y, sin embargo, el caso lleva en el maletero varias enmiendas a esta excepcionalidad. En primer lugar, frente al tópico del depredador desconocido agazapado en un callejón a oscuras, tenemos un caso en el que las violaciones transcurren en el confort apacible de un hogar. En segundo lugar, si el marido es un monstruo, ¿qué son los otros 50, si no la norma? Tienen entre 26 y 74 años, trabajos comunes, pensiones ordinarias, son padres de familia, abuelos. Un rosario de vidas anodinas. Cincuenta son demasiados para intentar encerrarlos por la fuerza y de un plumazo en un zoológico de bestias. Son gente normal.

Entonces, ¿todos los hombres somos violadores? Otro mecanismo se ha activado ante esta posibilidad. Por las redes ha corrido como la pólvora un “Not All Men” más revelador que exculpatorio. Muchos hombres se han visto en la necesidad de aclarar que ellos no, que no todos somos unos violadores. Claro que no, obviamente, pero, ¿de dónde nace esa necesidad de quitarse culpas de encima? Quizá de la posibilidad implícita. No todos los hombres somos unos violadores, pero todos lo podríamos ser. Absténganse pieles finas.

Esta afirmación no tiene tanto que ver con las características individuales de cada uno de nosotros, sino con el propio sistema en el que vivimos, sostenido por unas vigas estructurales que permiten, avalan y encubren la violencia contra las mujeres. Declararse no-violador es la manera más fácil de surfear el problema sin profundizar en él ni asumir responsabilidades.

El caso Pélicot, de nuevo, contiene el ejemplo más claro. Es paradigmático. Durante años, Gisèle Pélicot acudió a los médicos refiriendo malestar, pérdidas de memoria, posibilidad de alzhéimer y enfermedades venéreas. A nadie se le encendió la alarma, ningún sanitario pensó: “Aquí ocurre algo raro”. Hay más. Uno de los elementos más clarificadores del caso es que, según el propio Dominique Pélicot, tres de cada 10 hombres a los que propuso violar a su mujer declinaron la oferta.

Ninguno de ellos denunció la propuesta. Uno puede entender que el violador no se denuncie a sí mismo, pero, ¿qué pasa con quienes rechazaron la invitación pero callaron? Porque lo ocurrido se descubrió por casualidad, cuando la policía requisó el ordenador del acusado por otro caso y encontró, sin buscarlas, las evidencias de las múltiples violaciones a las que sometió a su mujer.

Igual que el modelo de feminidad imperante tiene sus mandatos para las mujeres, también la masculinidad prototípica tiene sus imperativos para los hombres. Uno de los principales es la fraternidad, una alianza masculina que nos llama a protegernos los unos a los otros. Tenemos una socialización compartida destinada al mantenimiento de un sistema de poder. No se denuncia al violador. Ley del silencio. Quien lo haga será señalado. El patriarcado es también una cárcel para los hombres. Con muchos más privilegios, por supuesto, pero prisión al fin y al cabo.

En medio del caso, elevándose sobre las tensiones generadas por la evidencia de la violación sistemática a una mujer y los esfuerzos del sistema que lo ha posibilitado por defenderse, se erige imponente la figura de Gisèle Pélicot, que ha decidido resignificar el papel de víctima. Un paso valiente. Fue ella la que rechazó que el juicio se celebrara a puerta cerrada, medida que a veces se toma para proteger la intimidad de la víctima. Ahora son los 51 acusados los que acuden al juzgado cabizbajos, tratando de esconder su rostro. Es el regalo de Gisèle, que explicó así su decisión: “La vergüenza debe cambiar de bando”.



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