No hay diferencia de sustancia, aunque sí de grado, entre los sublevados trumpianos que irrumpieron en el Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, con la pretensión de impedir la certificación de la victoria electoral de Joe Biden en los comicios de dos meses antes, y los sublevados de la derecha reaccionaria que la semana pasada irrumpieron en la sede del Senado, en la Ciudad de México, con el propósito de impedir la aprobación por mayoría calificada de la reforma judicial que el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó el 5 de febrero de este año; el intento de asalto a las cámaras se replicó con violencia semejante en las horas siguientes en varios de los congresos estatales que dieron su aprobación a esa reforma. Entre esos dos acontecimientos hubo en Brasilia uno del mismo corte el 8 de enero del año pasado, cuando huestes bolsonaristas tomaron por asalto la Plaza de los Tres Poderes en un berrinche póstumo por la victoria de Lula –quien para entonces ya ejercía la Presidencia– en los comicios del año anterior.
Diferencias de grado, pero no de sustancia: el asalto trumpiano dejó cinco muertos, decenas de heridos, medio centenar de detenidos y hasta la fecha, centenares de procesados, en tanto que unas mil 500 personas fueron detenidas por el allanamiento de edificios gubernamentales en la capital brasileña; en contraste, el 10 de septiembre en la Ciudad de México no hubo más que un falso intoxicado por el lado de los asaltantes y lesiones menores en algunos de quienes trataron de dar portazos en locales legislativos de otras ciudades del país. Pero en todos los casos se ha tratado de impedir por medio del vandalismo el funcionamiento regular y legal de las instituciones: una suerte de golpismo civil disfrazado de movilización social que incluso copia o parodia las consignas clásicas de la izquierda de y los movimientos populares.
Las diferencias principales entre un episodio y otro: por una parte, el movimiento trumpista tiene un respaldo popular incuestionable, tanto que en la elección de 2016 instaló a su caudillo en la Casa Blanca; por el contrario, los opositores mexicanos en cualquiera de sus expresiones se encuentran en una sima de la simpatía ciudadana que este episodio hizo más profunda; por otro lado, allá muchas figuras del bando republicano –empezando por el entonces vicepresidente Mike Pence– tuvieron la decencia de deslindarse de la irrupción violenta de los trumpistas y de condenar las patentes acciones delictivas perpetradas en la toma del Capitolio y los ataques a otras sedes oficiales en distintas ciudades estadunidenses. Aquí, la derecha política, judicial, corporativa y hasta religiosa –no olvidar que la Conferencia del Episcopado Mexicano se sumó a darle de palos a la piñata de la reforma judicial– no tuvo una sola palabra de rechazo o deslinde.
Una semana más tarde, en su prisión de Nueva York, Genaro García Luna se activó inopinadamente, como si fuera uno de esos radiolocalizadores con los que los servicios secretos de Israel hicieron estragos en las filas de Hezbollah, mediante una carta conceptual, sintáctica, ortográfica y caligráficamente penosa, con una carga explosiva central: reiterar los señalamientos de utilería que medios extranjeros han venido lanzando en contra de AMLO por supuestos vínculos con el narcotráfico. El documento, más digno de piedad que de repulsión, fue recibido con gran entusiasmo por comentócratas de la derecha, pero a diferencia de los bípers israelíes no causaron estrago alguno: el individuo que está en vísperas de recibir una dura condena –posiblemente, cárcel a perpetuidad– por parte de sus antiguos promotores no tiene credibilidad ni con Ricardo Anaya.
Sería muy poco probable que García Luna hubiera redactado su cosa por decisión personal, como un último intento de librarse de la pesada sentencia que le espera. Parece más razonable suponer que fue un encargo de sectores de esa oposición político-delictiva que no ha tenido reparos en azuzar la violencia como un recurso, también desesperado, para impedir la reforma judicial.
Y con estos elementos de contexto, ¿cómo considerar las confrontaciones de los días recientes en Sinaloa? ¿Son mera coincidencia en el tiempo con el proceso de sucesión presidencial o constituyen un esfuerzo más por enturbiarlo y restarle legitimidad? ¿Qué participación pueden tener en esta proliferación de balaceras las instancias gubernamentales estadunidenses que tienen en su poder a los jefes de las bandas en pugna y que podrían perfectamente inducirlos –la calidad de testigo protegido tiene un precio– a que alentaran a distancia los enfrentamientos? Sería temerario afirmar que esa violencia es provocada por Washington y/o la oposición mexicana que le es fiel, pero dar por hecho que se trata de un asunto aislado del panorama político e institucional sería pecar de ingenuidad. La pregunta, en lo inmediato, queda en el aire.