No es exagerado proponer que nuestro intercambio político perdió el tono. Ni que esto haya sido orquestado con curioso optimismo por el Presidente y sus aliados, dentro y fuera del Congreso de la Unión, donde se dieron cita los partidos y sus legisladores para protagonizar una grotesca escena hasta alcanzar, desde una mayoría miope y sorda, la más pírrica decisión sobre una reforma al Poder Judicial que poco o nada promete en lo primordial: contar con una justicia honesta, pronta y expedita.
Más allá de lo que se ha hablado en estos días, poco venturosos de nuestra vida política, de la parodia protagonizada por un buen número de legisladores de la recién instalada legislatura, se impone reiterar la necesidad de ajustar la mirada y el ánimo, recuperar la dignidad de la política y el respeto a las reglas y procedimientos que nos hemos dado para nuestros intercambios públicos. De otra forma, habremos abierto la puerta a la peor de las antipolíticas, basada en el abuso del poder y el uso de la fuerza.
Una lección cruel de estos días, aplastados por la estolidez, es que confundir la política con la ocurrencia fanfarrona nos lleva al barranco. Que la exaltación de la majadería, dizque sustentada en la mayoría de los votos, aplasta lo que nos queda de respeto por los demás y por las leyes que, después de todo, nos hemos dado en paz y conforme al derecho tal y como lo hemos entendido.
Por qué el presidente López Obrador se empeña en dejar su gestión prácticamente a la deriva, acosada por la desfachatez criminal y rodeada de rencores, puede ser materia de airadas discusiones, hundidas en un mar de especulación, pero no aguza nuestros sentidos y reflejos políticos, más bien los estrella contra el piso. Evitar desbarrancarnos en la violencia física y retórica tendrá que ser tarea primaria de una política de la reivindicación cívica y ciudadana en la que tendrán que embarcarse quienes hayan podido poner a salvo sus reflejos de supervivencia y decidan volver a empezar en la más que dura misión de reconstrucción democrática de México.
Someter la política a la ocurrencia del poderoso y hacerla práctica cotidiana del entendimiento ciudadano puede ser el principio del fin de una democracia frágil y con cimientos endebles. Es la negación de la pluralidad como valor miliar de la convivencia y del pluralismo como entorno y mirada lejana de una política que, para serlo, requiere ser plural. Pretender reducir la pluralidad al mandato irracional de la venganza y otros lamentables subterfugios con que se inventan mayorías contraviene la regla democrática y, al final, termina por afirmar, o confirmar dirán algunos, las visiones más autoritarias, siempre con nosotros.
El intento de aplastar toda divergencia u oposición, como ocurrió en el Congreso, revive las costumbres presidencialistas autoritarias, responde a la pretensión nefasta, ésta sí restauradora, de darle al “Presidente-pueblo” un poder que impide la división de poderes, cuya afirmación, lejos de ser una traba, ha sido una de las conquistas de nuestra accidentada transición.
Se necesita, qué duda cabe, hacer más eficiente y transparente la relación entre los poderes de la Unión, aceitar los canales democráticos, pero no darle más poder al Presidente. Urge entender y hacerlos entender que los partidos no pueden ser elementales correas de transmisión de grupos de poder, siempre opacos, que son los que han definido las agendas principales de la política formal; con ello, la vida pública se ha empobrecido y la ciudadanía se ha degradado.
Reconocer que no estamos en el mejor momento es obligado: además de nuestras carencias y rezagos, el avance implacable del crimen organizado, los vuelcos globales y los temores de los grandes capitales marcan los días, y si bien éstos y otros desafíos no irrumpieron hace seis años, varios de ellos sí se han agravado.
La gran cuestión, ante todos nosotros, es saber si debajo de estos reprobables y desagradables días de farsa y regodeo majadero del poder, de “gloriosas victorias”, hay alguna idea fuerza para renovar el quehacer nacional, estrechamente vinculada con los problemas fundamentales del país o si, como se han empeñado el gobierno que se va y el que llega, la clave de la política seguirá siendo la negación de la realidad y la exaltación del poder y los poderosos.
El desafío inmediato no es menor: poner de nuevo a la política democrática en pie no será resultado de un proverbial acto burocrático; mucho menos de groseras aplanadoras. Necesitamos reivindicar una política, que muchos insistimos en calificar de democrática, y no negarla como ha ocurrido en estos días.
Por una vida larga, plural, venturosa de La Jornada