En las lejanías orientales de la capital michoacana, sobre la carretera libre que abre la puerta hacia la región indígena de la zona lacustre, se ubica el poblado conocido como Jardín de la Montaña. Construido en las faldas de la serranía, es el penúltimo de un complejo de fraccionamientos edificados como ciudades dormitorios para las familias trabajadoras de la ciudad, que en conjunto rondan los 40 mil habitantes.
El desplazamiento o invasión de las comunidades por el crecimiento descomunal de la urbe, la sobreconcentración de migración interna en la capital que llega alejándose de la violencia en búsqueda de trabajo o mejores oportunidades de estudio, la gentrificación clasista y racial de la vieja ciudad vallisoletana (hoy Morelia), cuya declaración de patrimonio cultural de la humanidad encareció descomunalmente las viviendas, son algunos factores fundamentales para que el negocio inmobiliario improvise hacinamientos urbanos marginales al amparo de la corrupción.
Pareciera que, en estos márgenes territoriales, los gobiernos aprobaron construcciones hechas de prefabricados por montones y no asentamientos humanos, a cuyos habitantes había que garantizar los más elementales derechos culturales y educativos. No obstante, en 2014, por iniciativa del magisterio democrático, se crearon el prescolar y la escuela primaria indígenas, casi a la par del fraccionamiento.
Un par de años después, siendo parte del mismo proyecto que se proponía obligar al Estado a garantizar el derecho humano a la educación de las familias de Jardín de la Montaña, un grupo de profesores, sin remuneración alguna, comenzaron a impartir clases por las tardes, luego de terminar su jornada laboral en sus respectivas escuelas de origen. En un terreno baldío, el mismo que utilizaba la inmobiliaria como estacionamiento de las máquinas de construcción, justamente debajo de unos techados para el resguardo de herramientas, nació la telesecundaria Ricardo Flores Magón.
Recién creada en 2016, esta telesecundaria, como otras 100 mil escuelas rurales, indígenas y multigrado, fue asediada por el programa federal La Escuela al Centro, presentado por el ex secretario de Educación Pública Aurelio Nuño, con el propósito de reconcentrar a la población estudiantil y reducir a la mitad los centros educativos del país. Según la tecnocracia neoliberal, la cobertura ya no sería la prioridad del gobierno de Peña Nieto, sino la calidad. La nueva estructura de organización contaría con director, subdirector académico y otro de gestión; maestros de grupo, inglés, educación física, taller de lectura y escritura, enseñanza artística, tecnologías de la información y apoyo a la educación inclusiva; además, apoyo administrativo, intendente y velador. Sobra decir que esto último nunca sucedió.
Sin embargo, las razones del sargento Nuño siguieron su curso, quizás uno de los casos más mediatizados fue el de la escuela primaria intercultural Alberto Correa, la cual negó inscripción por la tarde a 60 niños otomíes de la Ciudad de México porque la indicación de la autoridad educativa era eliminar dobles turnos, en el marco de la reorganización escolar. Esto sólo sería una mala anécdota de tiempos indeseables, si no fuera porque ahora, silenciosamente, aquel proyecto nunca fue suspendido, encontró su continuidad bajo el discurso de la austeridad republicana, pero con la misma estrategia para desmantelar la educación pública.
En Michoacán, pesa sobre los centros educativos la amenaza de convertirlos al sistema del Consejo Nacional de Fomento Educativo si no cumplen con la racionalidad hacendaria de hacer más con menos maestros; fusionar grupos y cerrar dobles turnos; sobrepoblar las aulas con medidas irracionales y antipedagógicas; destituir directores encargados; no reponer docentes que se jubilan, fallecen o se cambian de centro de trabajo; cancelar las claves presupuestales para reducir la nómina magisterial, y no abrir más escuelas, anteponiendo el ahorro por encima de los derechos educativos constitucionales.
La telesecundaria Flores Magón es una mirada a la fría realidad que acontece detrás de funcionarios llenándose la boca de pedagogías emancipadoras en la Nueva Escuela Mexicana, pero omisos en la defensa material de la escuela pública. A pesar de contar con un terreno de donación y más de 20 alumnos por grado, se le niega una clave escolar propia, se le presiona para que cierre los servicios educativos y reconcentre a sus estudiantes en otras secundarias que no sólo están saturadas, sino que están localizadas fuera de su lugar de arraigo.
Sin embargo, debido a la necedad de hacer camino pedagógico sobre la tierra baldía y las piedras apiladas en el monte, después de ocho generaciones de alumnos sentados en un panteón de butacas que ya cumplieron su vida útil en otro lugar, sin luz eléctrica, en aulas de corteza de madera y láminas de cartón construidas con el salario de los maestros y la ayuda de los padres de familia, no queda duda de que, en Jardín de la Montaña, existe la imperiosa necesidad de tener una escuela gratuita, pública y con dignidad para el buen aprendizaje.