En septiembre de 1847, después de las victorias de las tropas de Estados Unidos en los puntos de defensa de la periferia de la Ciudad de México, el ejército invasor se preparó para la ocupación de la capital de la República. El general en jefe W. Scott utilizó las columnas contraguerrilleras, formadas con presos de la cárcel de Puebla, armados y montados por los invasores, como la avanzada de su ejército, que cometieron desmanes, robos, asesinatos, saqueos y otros crímenes, como preludio del ingreso de la soldadesca enemiga.
Mientras, Antonio López de Santa Anna, violando la promesa de que “defendería la ciudad calle por calle”, ordenó la evacuación de las fuerzas armadas regulares, durante la noche del 13 de septiembre y la madrugada del día siguiente, pretextando la escasez de municiones. El ejército de línea mexicano, que contaba con suficientes hombres y pertrechos para proseguir la lucha, repetidamente vencido, pero no destruido, abandonó a su suerte a la población civil y a militares patriotas que, sin hacer caso del derrotismo de Santa Anna y su alta oficialidad, permanecieron junto al pueblo para resistir la inminente ocupación del centro político/administrativo de México.
En las primeras horas del 14 de septiembre, un destacamento, a las órdenes del general J. Quitman, iza la bandera extranjera en Palacio Nacional, después de que, según Guillermo Prieto, un disparo solitario había segado la vida del primer soldado enemigo que había intentado elevar su pabellón.
Alrededor de las 9 de la mañana, las tropas enemigas hacen su entrada a la ciudad. A la vista de los invasores en las calles, el pueblo llano comienza a reunirse en grupos y a organizarse espontáneamente: de balcones, azoteas, calles y plazuelas parten los primeros disparos contra la vanguardia de la división del general W. J. Worth, iniciándose una batalla desesperada que duró hasta la noche del día siguiente.
La mayoría de las fuentes bibliográficas estadunidenses repiten la versión del general W. Scott en su informe al secretario de Guerra, en el que afirma que la resistencia popular fue obra de los “léperos” y de convictos excarcelados por las autoridades mexicanas. Obviamente, para el jefe de un ejército extranjero que lleva adelante una guerra de conquista, es necesario denigrar la resistencia popular que encuentra, José María Roa Bárcena impugna semejante infundio, afirmando que “es posible y probable, en momentos de confusión y desorden, se evadieran algunos criminales, creíble es que hayan tratado de ponerse a salvo antes de pelear contra el extranjero. Lo cierto es que las hostilidades provinieron de la parte resuelta y belicosa del vecindario”. Un testigo y participante activo de los hechos de esos días contradice la versión de Scott: “Vi corriendo en tropel por la calle, con dirección a la esquina de la Amargura, un pelotón de hombres armados y a cuya cabeza iba un fraile, montado en brioso caballo, con hábitos arremangados y sosteniendo en sus manos nuestro pabellón de las Tres Garantías… El fraile influía aliento e inspiraba entusiasmo a los gritos de ¡viva México y mueran los yanquis! Así que los hombres que en el zaguán había, abandonaron éste para unirse al grupo de patriotas, y yo con ellos”.
El combate se generaliza por todas las calles, luchándose con toda clase de armas disponibles e improvisadas, escasos fusiles y mosquetones, lanzas, piedras, tabiques y macetas. La desigual contienda se prolonga por horas, cayendo numerosas víctimas por parte del pueblo; se combate con entusiasmo, aunque “sin plan, sin orden, sin auxilio, sin ningún elemento que prometiera un buen resultado; pero lucha, sin embargo, terrible y digna de memoria” (Prieto, Payno, et al., 328). El mando estadunidense ordena derribar con artillería la casa de donde se les disparase un tiro y dar muerte a todos sus habitantes; se fusila a los patriotas en el terreno de lucha, se irrumpe en las casas derribando puertas y se asesina a familias enteras.
Al caer la tarde del 15 de septiembre, agotadas las municiones, con cientos de bajas y heridos, sin esperanza de auxilio por parte del Ejército Nacional en retirada, la espontánea insurrección popular termina, ante la superioridad de la respuesta enemiga, lo insostenible de la situación y el desmoralizador espectáculo de la colaboración abierta con los invasores del Ayuntamiento de la ciudad y los sectores oligárquicos que se habían opuesto activamente a la insurrección y “que veían con indiferencia la humillación de la patria, con tal de conservar sus intereses y su comodidad.”(Payno y Prieto, et al., 328)
Una vez más, la clase dominante mexicana había traicionado este denodado aliento del pueblo por dejar constancia, ante las generaciones que vendrían, de que la capital de un país débil y dividido había caído frente a la agresión extranjera, sólo a costa de quienes habían sacrificado sus vidas por defenderla.