La conmemoración de aquellos hechos, dados hace 177 años, rebasa los límites de una ceremonia cívico-militar. Fue, es y será siempre una bellísima evocación, efeméride casi olvidada. Lamentablemente existe una amplia brecha entre la gran profundidad del acto conmemorado y su olvido por la juventud.
Recién pregunté sobre la materia a un joven profesionista, a un estudiante universitario y a una joven preparatoriana. Con distintas frases coincidieron: No recordaban el acontecimiento. Si así andan los jóvenes escolarizados, ¿qué será en general de su porvenir?
En este ambiente de decadencia ética y cultural que está en expansión, las juventudes tienen cada vez menos opciones de vivir una vida digna. Su desempeño, sobre todo el de clases populares, más distantes aún de una razonable formación, se distingue por lo difícil de su incorporación al empeño nacional. Pareciera condición exigirles someterse a los antivalores de la levedad, de la intrascendencia.
De ser tan incierto como que se refiere, estos párrafos estarían señalando una realidad incómoda. Se juzgarían como fastidiosos, cursis o por lo menos insustanciales y sí, juzgados por las generaciones que hoy y mañana están a cargo del país, la civilidad falló como principio. Ellas desprecian las luces del pasado que aquí se evocan.
La remembranza del 13 de septiembre es un acto casi emblemático, pues poco de lo que se diga de él fue real, ni Juan de la Barrera era cadete ni murió en el castillo, tampoco hubo un héroe arrojado. El hecho general fue real en sí, histórico testimonial y documentalmente. Venturosamente la fortaleza de la evocación cívica no necesita de ello. El 13 de septiembre es auténtica emoción nacional, todos queremos creer más en su espíritu que en los eventuales hechos.
El acto central en Chapultepec es tremendamente emotivo: la majestad de castillo, la belleza del bosque, los himnos, las salvas de la artillería, su estruendo y el humo que producen disolviéndose luego entre las copas de los árboles. Todo es magnífico, incomparablemente emotivo. Ahí hay magia que emociona a todos.
La ausencia de convicción en lo trascendente de los valores vuelve a ser el tema. Hoy suena vacío escuchar justificaciones sobre que las virtudes son certidumbres profundas que determinan la manera noble de ser del ciudadano. Indudablemente forman parte de su identidad y están íntimamente relacionadas con sus respuestas a emociones y sentimientos.
Revisando el último medio siglo, los cambios en la conducta política y social son tan radicales que se puede hablar de una subversión de ellos. Nada es igual, hemos acorrientado todo, vulgarizando hasta el lenguaje, cuando éste es escaparate del temple. Así estamos ante la merma de lo respetable, del fin de la sensibilidad, el mutuo respeto y la primacía de la honestidad.
Los antivalores han invadido todos los sectores, vivimos una inacabable confusión, desorientación y conductas nocivas. Los sentimientos de honor, dignidad, cultura, vergüenza y respeto han desaparecido. Los sustituye la ambición, corrupción, nepotismo, ostentación, trivialidad. Ya no importa ser admirado, se prefiere ser envidiado.
Es por este ambiente que es necesario, a manera de sanación, recuperar a los héroes, tan genuinos como Morelos y aun a los discutibles. Estamos ayunos de ejemplaridad y hartos de ordinariez. Urge una gran lección de dignidad.
Habríamos de preguntarnos como padres, educadores o simples ciudadanos, por qué es más común encontrar a quienes conozcan por su nombre a los integrantes de una banda musical a que sepan dónde está el Molino del Rey.
En apoyo de lo dicho recordemos hechos: Haciendo propia la gran dignidad y valor que acredita Chapultepec, en enero de 1992 se reunieron en el castillo los jefes de Estado y de gobierno de México, España, Colombia, Guatemala, Costa Rica, Honduras, Nicaragua, Panamá y Venezuela para firmar los Acuerdos de Paz de Chapultepec, acuerdos suscritos entre el gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) que pusieron fin a 12 años de la terrible guerra civil en El Salvador.
¿Por qué México, por qué Chapultepec y su castillo? Porque dar fin a 12 años de aquella guerra fratricida, de crueldad indescriptible, requerían un respaldo de grandeza, dignidad y respeto ejemplares. Por eso, porque el sello dado por la magia lo ofrecían la historia mágica del bosque y su alcázar.
Por eso.