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El poder otrora tan temido por todos…

13 de septiembre de 2024 00:01

Temprano por la mañana, uno o dos días por semana ingresaba puntual y diligentemente a la crujía C de Lecumberri Juan Manuel Gómez Gutiérrez, quien fungía como abogado defensor de los presos del movimiento del 68 que pertenecíamos al Partido Comunista.

En una de sus visitas le pregunté casi de manera ingenua e inocente: “Juan Manuel, explícame ¿cómo funciona eso que el gobernante en turno, Díaz Ordaz en este caso, les dé línea y consignas a los jueces que llevan nuestros procesos y que amenazan condenarnos por delitos que no hemos cometido? Con su amplia y jovial sonrisa me respondió: Américo, no te confundas, los jueces y magistrados no requieren de consignas pues saben perfectamente cómo actuar en estas circunstancias, de forma tal que coincida con los deseos y objetivos del grupo en el poder y del Estado.

En efecto, los jueces Eduardo Ferrer MacGregor, del fuero federal, y Rafael Murillo Aguilar, del fuero común, fueron los encargados de meter tras las rejas y procesar a más de un centenar de aprehendidos desde el mismo 26 de julio de 1968. Ellos se ensañaron y de modo expedito aceptaron el que se nos echara buena parte del Código Penal encima, acusándonos de todo lo ocurrido en la revuelta estudiantil-popular.

Nuestros abogados defensores nos advirtieron que debíamos prepararnos para una larga lucha, tanto en el terreno legal como, sobre todo, en el político, ya que nos esperaban tiempos recios y la perspectiva de una estadía prolongada en reclusión. En diciembre de 1969 la mayoría de los presos del 68 iniciamos una huelga de hambre que se prolongó 42 días en reclamo de nuestra libertad y como protesta para que se agilizara el proceso judicial virtualmente paralizado.

A la mitad de nuestra protesta fuimos brutalmente agredidos por reos del orden común, azuzados por las autoridades del penal con saldo de varios lesionados y heridos por disparos de los celadores que los apoyaban desde los torreones y azoteas de vigilancia. Nadie fue acusado por esa acción terrorista del Estado. Hubieron de transcurrir más de dos años en cautiverio para que al fin nos presentaran a una audiencia judicial.

En mi alegato de defensa ante los señores magistrados del Tribunal de Justicia del Distrito federal señalé que en “octubre de 1968, cuando el juez Murillo Aguilar me entregaba la boleta de formal prisión, me señaló que no nos preocupáramos, que se dictaría una ley de amnistía por medio de la cual el presidente saldría de la compleja situación en que se había metido.

Imagínense, señores magistrados, cuál era el grado de certidumbre que había en él para considerarnos a priori culpables de los delitos que nos imputaba la procuraduría, ya sin mencionar la autoridad moral que podía tener ese sujeto para acusarnos”.

Agregué que se nos aplicaba una “justicia a la mexicana”. Esa frase fue suficiente para que los togados se enfurecieran y no me permitieran seguir. Enorme fue mi frustración. No más de dos minutos duró la comparecencia que con esmero preparé por semanas.

Al referirse a la conjura comunista como el principal argumento de cargo en los procesos judiciales a los que nos sometieron, el propio ex ministro de la Suprema Corte José Ramón Cossío reconoce que “con el proceso judicial se quiso castigar a los comunistas y detener su conspiración; eso no fue lo que se consiguió, de modo que el Estado y sus funcionarios quedaron en ridículo” (Biografía judicial del 68. Debate, 2020, p. 365).

Al final, nuestra liberación, lo mismo que el encarcelamiento, obedeció a un “plumazo” al mediar la figura de “desistimiento de la acción penal”. Siempre tratando de silenciarnos, a imagen y semejanza de las procuradurías, el Poder Judicial actuó como verdugo y cómplice, igual que una década atrás con los movimientos de los maestros y los ferrocarrileros, o contra Siqueiros, que lo mantuvieron en prisión durante cinco años por razones políticas e ideológicas; sin olvidar el Jueves de Corpus de 1971, cuando no se castigó a los responsables de la matanza.

Los jueces y magistrados han actuado como una verdadera correa de transmisión sirviendo de manera sumisa e irresponsable los designios del bloque dominante de poder. También durante la guerra sucia (1965- 90) el Poder Judicial prácticamente se mantuvo al margen, siendo omiso para frenar la represión, crímenes y desapariciones perpetradas por el Estado.

Cuánta razón asistía al recordado y valiente abogado Juan Gómez Gutiérrez de que era un mito que jueces y magistrados tomarán sus decisiones como buenos “guardianes de la ley y el derecho”, pues interpretan fielmente las necesidades de la élite dominante, al formar parte de ella. La experiencia de décadas nos ha mostrado que el Poder Judicial y los tribunales se han convertido en uno de los baluartes más conspicuos y tenaces del bloque histórico de dominación en el país.

Por ello no debemos caer en simplificaciones diciendo que su actual comportamiento y resistencia a ser reformado, obedezca a un afán y cultura de nepotismo, privilegios y corrupción. Y vaya que también les corren por las venas. De ahí que todo el sistema de justicia mexicano deba ser reformado de manera pronta e integral.

El Poder Judicial, al ser parte orgánica del Estado, no sólo no ha sido independiente del gobernante en turno, sino que su subalternidad es sistémica al responder a los intereses del bloque histórico de poder y acumulación capitalista, reafirmado tras la Revolución Mexicana.

El mito de su supuesta autonomía forma parte del sistema de dominación ideológica y política. Paradójicamente este poder, puntualmente la Suprema Corte, durante este sexenio es cuando ha gozado de mayores márgenes de independencia y autonomía, merced a su antagonismo y oposición hacia el proyecto que encabeza López Obrador.

A ciencia cierta, no podemos asegurar que la reforma recién aprobada por el Legislativo vaya a resolver y superar el cúmulo de problemas que aquejan a esta institución elitista en términos de honorabilidad e imparcialidad en la aplicación de la ley, de una justicia pronta y expedita, así como en el reforzamiento de un estado de derecho pleno y democrático.

Pero abrigamos confianza de que los avances que se logren, así sean pocos, serán mejores que lo que hoy tenemos, que hemos vivido y padecido durante muchas décadas.



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