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Culiacán: ¿mano de Washington?

10 de septiembre de 2024 08:18

Ayer por la madrugada se reportó la presencia de grupos armados en el sector La Campiña del municipio de Culiacán, Sinaloa. Cuando elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) acudieron a verificar los informes, fueron atacados con un saldo de un herido y un muerto. Al poco tiempo, arribaron más elementos del Ejército, la Guardia Nacional y las policías estatal y municipal, con lo que se contuvo el enfrentamiento y los agresores huyeron del lugar. Sin embargo, para entonces el pánico se había difundido entre la población, por lo que hubo cierres de escuelas, comercios e interrupción del servicio de transporte público en toda la demarcación.

Estos hechos guardan un parecido notorio con los suscitados el pasado 30 de agosto en una comunidad rural del norte de Culiacán, donde los uniformados se toparon con civiles armados durante un patrullaje, comenzó un intercambio de disparos y, aunque los criminales fueron repelidos, bloquearon una carretera con un autobús y una camioneta incendiados, así como con artefactos ponchallantas que dañaron varios vehículos.

Afortunadamente, ambos brotes de violencia fueron contenidos rápidamente y no se extendieron a otras zonas del municipio ni dañaron de forma sensible la infraestructura de la zona. Pese a ello, es obligado preguntarse por las causas del reciente afán de células criminales sinaloenses por entablar combates con las fuerzas del orden, y resulta inevitable vincular dicha agresividad con el secuestro y traslado forzoso a Estados Unidos de Ismael El Mayo Zambada, considerado el principal jefe del cártel de Sinaloa desde la detención de Joaquín El Chapo Guzmán.

Asimismo, resalta que los cabecillas de las facciones que se disputan el control territorial en esa entidad (los dos mencionados más Joaquín Guzmán López y Ovidio Guzmán López, hijos de El Chapo) se encuentran en poder de las autoridades estadunidenses, sin que hasta el momento Washington, las fiscalías y los juzgados que los procesan hayan aportado información satisfactoria sobre las circunstancias en que Joaquín Guzmán hijo habría raptado a El Mayo.

Tampoco han explicado cómo ni con asistencia de quién lo llevó a territorio estadunidense ni qué negociaciones se llevan a cabo con los cuatro personajes. En el caso de Ovidio, existen indicios de que fue liberado sólo dos días antes del secuestro de Zambada García, por lo que se sospecha de un acuerdo de impunidad a cambio de información, pero este punto permanece también en la oscuridad.

Lo único claro es que Washington ha operado de espaldas al gobierno y a la fiscalía mexicana y que ello ha coincidido con la inestabilidad y el incremento de la violencia en Sinaloa, un estado históricamente afectado por el fenómeno del narcotráfico donde los ciudadanos han quedado a menudo envueltos en el fuego cruzado y en el cual hay un lamentable registro de pérdidas humanas y materiales.

Este proceder hace que las afirmaciones de buena voluntad y cooperación estrecha en el combate a la delincuencia reiteradas por el embajador Ken Salazar queden exhibidas como ficciones diplomáticas aderezadas para encubrir que la Casa Blanca y las agencias de espionaje estadunidenses continúan imperturbables en su política de usar los arrestos de capos como doble mecanismo de presentación de trofeos ante su opinión pública y de injerencia en los países latinoamericanos, sin reparar en los efectos letales para la población civil de las naciones que se encuentran al sur del río Bravo.

De momento, se sabe que el gobierno de Estados Unidos tiene a los principales dirigentes del conglomerado criminal que se conoce como cártel de Sinaloa; que negocia con ellos; que, al menos en dos casos, los capturó de manera irregular, violando los tratados de extradición; que en el pasado ha facilitado el tráfico de armas para esa organización, y que ese país es el mayor comprador global de sus productos. Con estos datos y a falta de aclaraciones creíbles, la colaboración en materia de seguridad es un contrasentido, porque las autoridades estadunidenses están inmersas en el peligroso doble juego de pretender que luchan contra los criminales mientras los usan en la persecución de intereses inconfesables.

 
 
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