En 1936 se publicó la tremenda novela La rebelión de los colgados, del enigmático B. Traven, mayormente conocido como Bruno Traven, aunque su verdadero nombre tal vez fuera Ret Marut, o Hermann Otto Albert Maximilian Feige, o Traven Torsvan, o bien Hal Croves. Alemán, polaco o estadunidense, el hombre dejó una huella perdurable en la cultura mexicana, especialmente por medio de las películas basadas en relatos suyos: entre otras, El tesoro de la Sierra Madre, Macario, La rosa blanca, Días de otoño y también, claro, La rebelión de los colgados, filmada en 1954.
La novela cuenta la historia de unos indígenas chiapanecos que, acosados por la miseria, se hacen reclutar por un negocio de tala que resulta ser una empresa esclavista que humilla y tortura a sus trabajadores: los capataces azotan y cuelgan de los árboles a quienes no cumplen la producción que les es exigida. Sin encontrar otra salida a su situación, los explotados acaban matando a los capataces y a los propietarios de tan ruin empresa. El texto es una alegoría de las condiciones de opresión que imperaban en Chiapas en las primeras décadas del siglo pasado y que en buena medida permanecieron intocadas hasta el alzamiento zapatista de 1994.
Imaginen ahora un conato de rebelión contra el orden institucional incitado por un manojo de altos funcionarios que no quieren ser despojados de sus ingresos de 600 mil pesos mensuales, de sus ve hículos de lujo, de pensiones millonarias, de presupuestos para comidas de lujo, de sus atribuciones para remodelar sus residencias con cargo al erario y para quedarse, una vez que se retiran, con los automóviles que les fueron asignados con recursos públicos; pero, sobre todo, que no desean renunciar a la posición desde la cual pueden hacer fantásticos y millonarios negocios torciendo veredictos, fallando a favor de evasores fiscales y corporaciones depredadoras, exonerando a delincuentes, excarcelando a corruptos, y protegiendo a sus amigotes de la acción de la justicia. Con eso tienen el guion para una parodia fársica de la obra de Traven (o Marut, o Feige, o Torsvan, o Croves) que bien podría llevar por título “La rebelión de los togados”.
Pero, a diferencia de los trabajadores martirizados de la montería chiapaneca, estos insurrectos no están solos: los acompañan parientes y allegados de altos funcionarios judiciales; rescoldos de partidos derrotados; jóvenes de universidades privadas en las que les han inculcado pánico y asco al pueblo; legisladores gringos incapaces de distinguir entre la Pirámide del Sol y el Partenón; empresarios logreros habituados a untar la mano de jueces y magistrados para consumar negocios sucios, un par de embajadores metiches y resueltos a pasar a la intrascendencia y hasta uno que otro directivo de membretes de la “sociedad civil”.
Si los personajes de Traven se sublevaban contra espantosas condiciones de hambre, sobrexplotación y opresión esclavista, los conjurados contra la reforma del Poder Judicial esgrimen amenazas imaginarias que pueden resumirse en cinco mentiras: que esta reforma acabará con la independencia de ese poder, que atenta contra la democracia, que llevará a personas improvisadas e ignorantes a fungir como juzgadoras, que es lesiva para los derechos laborales de quienes trabajan en juzgados y tribunales y que resulta contraria a la relación comercial con Estados Unidos y, por ende, dañina para la economía y para la “certeza jurídica”.
Desde luego, no pidan a los rebeldes que expliquen de qué manera podría atentarse contra la independencia de un Poder Judicial que a lo largo de su historia ha hecho gala de su sumisión al Ejecutivo federal por la sencilla razón de que, hasta 2018, éste y el Legislativo –que se encontraba sometido al Presidente– designaban en arreglos de pasillo a los máximos cargos tribunalicios; por el contrario, de acuerdo con las nuevas reglas, jueces, ministros y magistrados sólo deberán obediencia al pueblo, el cual se encargará de elegirlos. Y tampoco, desde luego, pidan muchas precisiones sobre cómo tal cambio podría considerarse antidemocrático.
Los instigadores de la revuelta no son capaces de explicar de qué manera la reforma en curso afectaría derechos laborales, toda vez que no hay en la iniciativa la menor referencia a ellos. Lo que se suprimirá son los obscenos privilegios de los altos mandos judiciales, privilegios que no son un derecho laboral, sino un mero robo legalizado al erario. Lo que sí establece la reforma es que para participar en la elección de juzgadores se exigirá a los participantes que cumplan con requisitos académicos y/o experiencia. Por último, la modificación constitucional, lejos de debilitar la certeza jurídica, la fortalecerá, en la medida en que establecerá mecanismos de control para evitar la venalidad y la prevaricación.
Se pretendió presentar la rebelión de los togados como un episodio épico, pero se quedó en farsa. Y, desde luego, fracasará.