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Isocronías

04 de septiembre de 2024 08:29
En toda obra literaria se distinguen tres cualidades propiamente musicales: el ritmo, la melodía y la armonía. Un poco hablando a lo lírico, como dirían en mi barrio, aunque espero no sin fondos, diría que el ritmo es lo primordial en la poesía, la melodía en la prosa y la armonía en el arte dramatúrgico o dramático.

Sigo creyéndolo desde hace mucho, pero quizá el atrevimiento, que eso es, provenga del desconocimiento, sobre todo en el último caso, y del conocimiento, por cuestionable que resulte, del primero.

En cuanto a esto me remito a El arco y la lira, donde de manera ya sustantiva, ya adjetiva, se mencionan esas tres digamos características de toda literatura: 264 veces el ritmo, dos veces la melodía y 17 veces la armonía.

Pongámosle valor de cien a esas 264 veces. Frente a ellas, equivaldrían a 0.76 por ciento la cantidad en que lo melódico o la melodía son traídos a cuento, y en lo que hace a la armonía, ésta representaría 11.76 por ciento de la totalidad considerada. El ritmo, si se me perdona la expresión, en el conocido libro de Paz, arrasa.

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En la entrega pasada hablamos de la inspiración y, sin en ello poner el acento (lo cual no sería impertinente, dado el 125 aniversario de Borges), citamos una apreciación de Gimferrer sobre el autor de El Aleph, apreciación que llevando agua a nuestro molino equiparamos con la poesía, para nosotros esencia de la literatura. Si mal no recuerdo, es de Borges la afirmación de que El Corán ciertamente debe ser un libro árabe, puesto que en él no aparecen camellos.

El arte poética –serie de seis conferencias que a finales de los años 60 el argentino dictó en Harvard y cuyo título original es This Craft of Verse– no incluye alusión alguna a la palabra inspiración, hecho que lo suyo tiene, digo yo, de extraordinario.

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Rosario Castellanos, de quien se conmemora el medio siglo de su fallecimiento, habla algunas veces de lámparas en sus versos, pero es en Lamentación de Dido, uno de sus más celebrados poemas, donde entre otros oficios de su personaje (en cierto modo metáfora de la autora, no sé si doppelgänger o sosias), ocupación destacada al final de una enumeración, refiere el de despabiladora de lámparas.

Aun cuando el utensilio del poema es muy otro de aquel que causó la muerte a la poeta, uno no puede pasar por el pasaje indiferente a la –al menos para mí– sorprendente correspondencia.

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