Aunque nació en 1940 en un bajareque de palapas en El Carrizo, municipio de Copala, Guerrero, con sus grandes barbas de chivo el maestro José González Figueroa parece un Ho Chi Minh mexicano. Él se asume como mestizo. Su abuelo materno fue criollo; su abuela materna era afro y sus dos abuelos paternos eran ciento por ciento indígenas.
Desde que tiene uso de razón, ha trabajado. A sus 84 años lo hace. Durante mucho tiempo, junto con su familia, vivió a lo que la naturaleza da. Su padre, un sabio silvestre que aprendió de las desventuras, fue vaquero de los veleros, y sembraba cosechas miserables, porque a veces no llovía y en ocasiones llovía demasiado. Su madre fue pescadora y comadrona, lo que se le daba bien a pesar de no tener preparación. Ambos crecieron sin saber leer ni escribir, en una región en que campeaba la violencia, y los militares y la justicia llegaban cuando ya habían recogido los muertos.
A los ocho años, Figueroa miró la muerte a los ojos. Una de sus hermanas, menor que él, falleció por un dolor de garganta. Lejanos de cualquier servicio sanitario, cuando llegaron al doctor la niña ya había fallecido. Apenas un año después, Marcial, su amigo de pesca y trabajo, enfermó y murió. Ni ropa tenían para llevarlo al panteón. No había dinero en la comunidad para enterrarlo.
La familia tuvo que migrar porque su pequeño huerto provocaba discordias. El Güero Cruel quería matar al papá de José para arrebatárselo. Para acabarla de amolar, lo que parecía ser el milagro de una buena cosecha de maíz y ajonjolí, se esfumó cuando cayó un diluvio que inundó y destruyó todo. Comenzaron entonces un accidentado éxodo rumbo a Acapulco.
José llegó al puerto a los 13 años completamente analfabeto. En El Carrizo no había escuela. A la semana de llegar, un maestro desorejado por los cristeros puso pies en polvorosa. Así que, ya en la Perla del Pacífico, entró a la primaria vespertina mientras trabajaba de milusos: cargador de canastas, cuidador de gallinas, vendedor en la playa. Terminó a los 17. Su padre lo animaba a no dejar las aulas. “Comeremos piedras, pero vas a seguir estudiando.”
Vivían en casas prestadas, cuidando terrenos, en viviendas de bolsas de cemento y cartón. Fue parte del movimiento organizado por Alfredo López Cisneros, reportero del periódico La Verdad de Acapulco, conocido como El Rey Lopitos, en la formación de la Unión Inquilinaria de Acapulco. “Los pobres –cuenta Figueroa– vivíamos hacinados en distintas colonias, sin posibilidad de contar con vivienda digna.” El 6 de enero de 1957 Lopitos y miles de precaristas tomaron la colonia La Laja.
“Llegamos a las 12 de la noche –recuerda– y a las 6 de la mañana ya teníamos las casitas con mantas, con ramas.” Durante siete años los colonos evitaron que la policía entrara al asentamiento. Las familias adquirieron a buen precio lotes de ocho por 17 metros.
En la secundaria se sumó a la lucha contra el gobernador Caballero Aburto. En uno de los mítines donde se exigía la destitución del mandatario, un compañero suyo cayó asesinado por tres balas disparadas por las fuerzas del orden.
El profe entró a trabajar a la cadena de hoteles Milton a los 21 años. Fue jefe de los lavaplatos y garrotero. Iba para arriba.
Le daban uniforme, 50 pesos diarios, y comida. Dormía poco. Un día, el gerente gringo le pidió un café. Cansado, se le olvidó la cuchara. Él lo llamó y, burlándose, metió el dedo en la taza, para reclamarle la falta del cubierto. Figueroa renunció.
Con 40 pesos en la bolsa, el futuro docente viajó a Iguala y buscó ser admitido en el Centro Regional de Educación Normal, a pesar de exceder la edad y competir junto con 5 mil solicitantes por 500 plazas. Ganó el concurso, recibió una beca de 250 pesos semanales y tres años después se graduó entre los 50 mejores estudiantes.
Gracias al normalismo llegó a ser lo que es.
Como docente de El Molinito, en Naucalpan, conoció al sacerdote Rodolfo Escamilla, clave de la teología de la liberación, asesinado en 1971. En lugar de recibir de él bendiciones, Escamilla lo introdujo al marxismo y a la causa de la emancipación proletaria. El profe fue perseguido políticamente y encontró refugio no en Moscú, Pekín o La Habana, sino en Caracas, Venezuela, capital del sindicalismo democristiano en el continente.
Estudió en la Normal Superior de Tlaxcala e hizo de la enseñanza en las telesecundarias un medio de educación alternativa. Fundó escuelas en las barbas de la metrópoli. Militó en el Frente Magisterial Independiente Nacional y después en la Comisión Nacional de Maestros Coordinadores de Telesecundaria. Allí comenzó a organizarse de manera cerrada con otros compañeros, como Germán Aguilar, Noé Morales y Sócrates Pérez. Cambió su visión política y le comenzó a ganar la idea de construir el partido marxista-leninista.
Se integró a Socialismo Obrero y a la Coprol. En 1979, participó en la fundación de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación.
Si algo caracteriza a González Figueroa es su indeclinable entusiasmo. No hay adversidad que pueda vencer al niño plebeyo que vio morir de pobreza en su pueblo a su hermana pequeña y a su mejor amigo, al precarista que vendía mercaderías a turistas en Acapulco, al orgulloso mesero que no se dejó humillar por el gerente estadunidense, al normalista que estudió en la precariedad para levantar aulas y abrir conciencias. Cada mañana, ese humilde director de escuela enseña a sus alumnos la realidad del país leyendo La Jornada.
Tengo una adicción, confiesa Figueroa: “la lucha social, la lectura, el placer por educar. Siempre me gustó eso”. Por más de 60 años se ha entregado en cuerpo y alma a esa fidelidad. Este 26 de septiembre, sus camaradas, familiares y amigos, le harán un homenaje en la Telesecundaria 190.
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