¡Por fin! El incruento relato de mi debut como orador en un mitin político logra verse hoy en estas páginas, acuerpado en algunas líneas ágata (de ésas que sirven para medir el espacio que ocupa en la página de un diario determinada inserción). Y digo incruento porque en realidad el hecho que paso a relatar no tuvo consecuencias sangrantes, pero, eso sí, levantó un chipote emocional que, pese a los sexenios transcurridos, en la anciana memoria tiene aún plena vigencia.
Tercera llamada, tercera llamada. Iniciemos. Pues resulta que el padre de unos amigos míos era el oficial mayor del comité directivo del PRI en Coahuila, mi estado. Eran tiempos electorales en los que se elegiría a la segunda legislatura federal del gobierno de don Adolfo Ruiz Cortines. El candidato a la diputación federal por Saltillo era el licenciado Carlos Valdez Villarreal, quien recién terminaba su periodo como presidente municipal de la capital del estado, con opiniones casi unánimes sobre su excepcional desempeño. Aunque esta elección (como casi ninguna en esa época), representaba peligro alguno para el partidazo, la intención es que fueran una campaña y una votación ejemplares.
Estábamos mis amigos y yo en el comedor de su casa haciendo escoleta para los exámenes que se aproximaban, cuando fúrico y echando madres
(expresión muy de por allá) entró el priísta papá y de inmediato enfrentó a sus hijos y les reclamó: “me dijeron que el mentado Güero Molina era el indicado para que discurseara en el mitin de mañana. Le di todos los datos para que se luciera ante la plana mayor y ahora me sale con que no puede participar porque se enfermó de chorrillo (diarrea). Ahora, ¿dónde encuentro otro pendej…? Antes de terminar su frase, ya no me quitaba los ojos de encima y de pronto exclamó ¡eureka! (que en saltillense se pronuncia como ¡ah chingao!) o sea, lo encontré.
Andas de suerte –me dijo–, mañana vas a iniciar una gran carrera política que tú empiezas desde arriba. Lee estos papeles, quenadie más que tú debe ver, y apréndete lo que vas a decir de los miembros del presídium y, sobre el candidato, no te midas: di la verdad y lo que inventes, que te lo crean tanto como lo cierto. Dio vuelta y se fue gruñendo que tenía que revisar los pendones, el sonido y a los otros oradores (aunque estos repetían lo mismo en cada ocasión). Yo ni siquiera me despedí, y como en el corrido de Agustín Jaime que bajaba y subía por calles de bravo por donde él vivía
(era mi vecino), así llegué hasta mi casa y se inició el terror pánico: en aquellos ayeres el saco y la corbata eran adminículos indispensables para considerar a una persona presentable, pero yo carecía de ambos, ergo, yo era impresentable. Algo me surgió en la mollera y corrí al lado izquierdo del viejo ropero familiar. Allí lo encontré, un tanto arrugado pero usable, estaba allí mi uniforme con el que dos o tres años antes había recibido mi diploma de sexto año de primaria. Sí, sentí un gran alivio porque sabía de las virtudes de mis abuelas: para las 7 de la mañana del día siguiente ya le habían bajado el dobladillo o valenciana a mis pantalones, le sacaron unos centímetros a la cintura y le corrieron lo botones al saco. El exterior ya estaba listo con tal de que no pretendiera respirar plenamente o dejar de mantener comprimido mi abdomen. Mientras mis abuelas reciclables terminaban mi disfraz, yo procuré encontrar el contenido. Fui al arcón en el que atesoraba mi bagaje intelectual más preciado: las carpetas que contenían los recortes periodísticos de los discursos de los grandes a los que yo soñaba sumarme algún día: Fernando de la Hoz Moncada, Manuel Rodríguez Lapuente, Javier Blanco Sánchez, Armando Ávila Sotomayor, todos, panistas excepcionales, de los que ya no hay. Y también los oficialistas Raymundo Ramos, Bonifaz Ezeta, los tres hermanos Vázquez Colmenares, Manuel Osante, Alfredo Bonfil y muchos más de uno y otro lado. Con ese impresionante arsenal, con paso redoblado me dirigí a mi inicial prueba. El resultado, la próxima semana.
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