Nadie debería portar una playera con la imagen de una hija desaparecida. Ni tampoco deberían marchar ni bloquear calles para conseguir que los miren, los atiendan, los apoyen. No debería, nadie, nunca, colocar cuidadosamente engrudo en la pared, poner encima el cartel de papel con la imagen de un hijo impresa, alaciarlo con las manos, acariciarlo para que no queden arrugas en el rostro que ya no no está.
No debería haber presentaciones de libros escritos por mujeres que buscan una señal de vida. Ninguna madre debería suplicar empatía de parte de una sociedad que juzga a las familias que tienen un desaparecido.
Nadie debería lamentar que los agentes del Ministerio Público lo ignoren o le digan pues en qué estaba metido su padre
, cuando acude a levantar una denuncia por su desaparición. Nadie debería buscar en hospitales, cárceles y panteones. Nadie debería hacerse pruebas de ADN para ver si un pedacito de hueso pertenece a la hija que no volvió. Nadie, nunca, debería quejarse de que cuando su hija no llega, una autoridad le responda: ya se veía venir, nomás era ver cómo vestía
.
Nadie debería bordar un nombre y un rostro en una manta para hacer visible a su hijo. Nadie debería juntarse con otras mujeres bordadoras que buscan lo mismo. Nadie debería quedarse sin dinero para imprimir volantes con la información de un hijo o una hija, junto a un número telefónico para recibir informes sobre su paradero.
Nadie debería estar recibiendo volantes con rostros que desconoce. Nadie debería tener miedo de enfrentar a funcionarios encargados de la justicia. Nadie debería interpelar a la sociedad para que se unan a su desconsuelo. Nadie debería preguntar: ¿Por qué los buscamos
. Nadie debería responder: Porque los amamos
.
¿Y si no hubiera más de 100 mil victimas de desaparición? Nadie, nunca, volvería a gritar: Porque vivos se los llevaron. Vivos los queremos
.