En la sesión inaugural de la 64 Legislatura, el 1º de septiembre de 2018, el coordinador de los diputados panistas, Juan Carlos Romero Hicks, dijo que el país no estaba ante una época de cambios, “sino ante un cambio de época: la época de la izquierda en el poder, la época de la virtual materialización de sus convicciones y del sueño de patria que a través de largas e intensas luchas dieron por mucho tiempo”. Y al dirigirse a los legisladores de Morena, que se estrenaba como fuerza mayoritaria en San Lázaro, les obsequió: “Saludamos sin mezquindad a esta nueva alternancia, porque en muchos sentidos es la concreción de esas primigenias y mutuas aspiraciones democráticas. En nombre de los legisladores del blanquiazul extiendo una felicitación sincera a la izquierda mexicana y a sus forjadores por esta victoria”.
Por su parte, la senadora priísta Claudia Ruiz Massieu señaló en nombre de su partido que éste sería en lo sucesivo una oposición valiente, crítica y constructiva, pero ofreció que el gobierno que habría de comenzar dos meses después tendría el respaldo de las bancadas tricolores “porque como gobierno conocemos el egoísmo de la oposición que todo rechaza sólo por consigna. Esas actitudes son de partidos pequeños y el PRI es un partido grande”. Pero la rechifla de los morenistas no tardó en hacerse sentir cuando aseveró sin asomo de pudor que la agenda legislativa impulsada por el tricolor y por el gobierno de Peña Nieto, “que ustedes criticaron y rechazaron, le va a servir como andamiaje al nuevo gobierno”. Se ganó a pulso la respuesta de Mario Delgado, entonces coordinador de los diputados de Morena: “Nos dejan la casa muy sucia, por más que la pinten de blanco”. Y mucho más sucia, por cierto, de lo que uno habría podido imaginarse. Fue necesario llegar a la toma de posesión del nuevo gobierno, oficina por oficina, para visualizar la terrible pudrición a la que los gobiernos neoliberales llevaron las instituciones.
Tengo la impresión de que los prianistas trataron de endulzar su amargo tránsito a la oposición con una fantasía altanera: que si por fin el viejo régimen le había hecho a Andrés Manuel López Obrador el favor de no robarle la Presidencia, el tabasqueño tendría que corresponder, en agradecimiento, gobernando con el programa neoliberal que había denunciado durante 18 años. A fin de cuentas, el prianismo acostumbraba traicionar en forma más o menos sistemática sus promesas de campaña: ¿se acuerdan que Zedillo “sabía cómo hacerlo”, que Fox presidiría un “gobierno del cambio” o que Calderón sería “el presidente del empleo”?
Esa impresión se refuerza ahora, cuando la muy reducida oposición prianista (en seis años pasó de tener por separado 38.67 por ciento de los votos a sólo 27.45 de manera conjunta) hace berrinche porque la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, piensa cumplir con el mandato popular que recibió el pasado 2 de junio, muy particularmente, el de impulsar la reconfiguración y el saneamiento del Poder Judicial por los que el país clama.
Y así como no creyeron que AMLO estaba realmente dispuesto a desechar el viejo régimen y a encabezar la construcción de un nuevo orden republicano, y así como no quisieron darle crédito cuando manifestó su determinación de no buscar la relección por ningún medio, ahora siguen negados a rendirse a la evidencia de que el Presidente se retirará de la vida pública, tal como prometió, dentro de cosa de un mes.
Ese 1º de septiembre de 2018, la entrega del último Informe de Peña Nieto pasó prácticamente inadvertida. En realidad, no tenía ninguna importancia porque, fiel a su costumbre, el mexiquense envió casi a hurtadillas al Congreso un manojo de mentiras y de lugares comunes. En contraste, el domingo próximo, en el Zócalo capitalino, López Obrador dará lectura a un documento histórico porque, como es de suponer, resumirá la visión presidencial sobre la primera etapa de la revolución que le ha tocado encabezar. Y sí, revolución: en estos seis años el país ha experimentado y protagonizado una vastísima transformación. Estaba en lo cierto Romero Hicks cuando indicó, hace seis años, que el país no estaba ante una época de cambios, sino ante un cambio de época.
México se aproxima a un recambio inédito en el que el mandatario saliente y la presidenta entrante comparten el proyecto de nación. Como no hay ni habrá confrontaciones ni tensiones entre los mandos institucionales que salen y los que entran, y como el prianismo partidista se ha reducido casi a la irrelevancia, el bando de la corrupción oligárquica nacional y trasnacional buscan generar turbulencias finisexenales desde sus medios de desinformación, desde la presidencia del Poder Judicial convertida en una espuria trinchera política y desde los grupos de interés estadunidenses que mueven como peones a embajadores, legisladores, fundaciones y centros de pensamiento conservador.
Para su desgracia, el país está en otra cosa: concretamente, a la espera del sexto y último Informe del presidente más querido de la historia desde el general Cárdenas. [email protected]