La mente de un niño ¿en qué tiempo se puede cambiar? La pregunta la hizo Fidel Castro en diciembre de 1999 a sicólogos, neurocientíficos y pedagogos, cuando unos parientes de Miami secuestraron al niño Elián González, náufrago entre las fronteras de Cuba y EU.
El pequeño “balserito”, como se conoció en medios internacionales, había pasado 48 horas atado a un neumático en el estrecho de la Florida, solo, después de perder a su madre y a su padrastro –quien organizó la salida clandestina–, pero su padre seguía en la isla y clamaba por su hijo. Primos y tíos lejanos compraban juguetes caros, mentían descaradamente ante las cámaras e intentaban que Elián olvidara a su familia en Cuba teledirigidos por la fauna anticastrista.
Finalmente, el sentido común se impuso y el niño regresó con su padre, pero entre las muchas reverberaciones de ese hecho está esa pregunta de Fidel, ahora más pertinente que nunca. ¿En qué tiempo se cambia la percepción de la realidad, se convierte una mentira en moneda corriente, se cambia un país?
Lo que caracteriza los nuevos pro cesos de lavado colectivo de cerebros, que llevan al poder a meteoritos como Trump, Bolsonaro o Milei, no es tanto la ostentosa falsedad que los sostiene, asunto con el que a menudo nos distraemos, como la fuerza con que se imponen, la rotundidad con que consiguen instalarse en el debate público como datos incontrovertibles, hasta el extremo de que incluso quienes las rechazan no pocas veces prefieren evitar hacerlo en voz alta por el enorme costo político que el atrevimiento les supondría.
En muy corto tiempo se ha impuesto, por ejemplo, que en Cuba ocurrieron ataques sónicos contra diplomáticos estadunidenses, desmentido hasta con argumentos de la física, pero aun así el llamado “síndrome de La Habana”, que en 2017 la administración Trump usó para desencadenar más de 240 sanciones contra Cuba, aparece en textos académicos como evidencia de “guerra cognitiva” del “eje del mal” (Rusia, China, Irán, et al.). Van por ese camino las alegadas bases de espionaje de China en la isla y el desembarco de tropas cubanas en Venezuela, tras las elecciones del 28 de julio. Las imágenes que “demuestran” estos hechos son chapuceras y mentirosas, pero no importa: men tir contagia, y las mentiras acaban adoptando la apariencia de verdades.
La velocidad con que se imponen estos relatos no se explica sin el nacimiento de la sicología cognitiva, magnificada por un segundo acontecimiento, la aparición del ciberespacio, que recuerda demasiado el relato breve de Edward M. Forster, La máquina se detiene, libro de 1909 sobre un escenario futurista en que una misteriosa máquina controla todo, desde el suministro de alimentos hasta la información. En una situación que evoca los hechos actuales de Internet y los medios digitales, en esta distopía toda la comunicación es remota y los encuentros cara a cara ya no ocurren. La máquina controla la mente de las personas, al obligarlas a depender de ella. Cuando la máquina deja de funcionar, la sociedad se derrumba.
En términos de sicología cognitiva, Estados Unidos se ha dado el lujo incluso de experimentar y hasta financiar proyectos descabellados para manipular las mentes. En los años de la guerra fría, la CIA y el Ejército estadunidense experimentaron con LSD, mariguana y docenas de drogas sicoactivas, en ensayos de control mental ampliamente documentados. En los 70 y 80, un grupo de soldados de operaciones especiales en Fort Bragg fueron destinados a un experimento para aprender a matar con poder síquico, experiencia recreada en la película The Men Who Stare at Goats (2009).
En 1994, un investigador de la Fuerza Aérea propuso rociar a los enemigos con “aerosoles afrodisíacos que causan comportamiento homosexual”. En años recientes, el Consejo Nacional de Investigación y la Agencia de Inteligencia de la Defensa impulsaron tácticas basadas en fármacos para debilitar a las fuerzas enemigas, y otro proyecto de la Fuerza Aérea –“Rendimiento bioconductual”– pretendió potenciar las capacidades cognitivas de las tropas estadunidenses.
No basta con los experimentos mentales. Sin las plataformas sociales no habría guerra cognitiva, un sistema diferente al de la guerra ideológica, la guerra de información y las operaciones sicológicas que conocimos. A diferencia de aquéllas, la guerra cognitiva no consiste en posicionar marcos de interpretación de la realidad. Tampoco que grandes poblaciones se vean influidas por una información, cierta o no.
No trata de debilitar moralmente al adversario con sus contradicciones. Se aprovecha de que cada vez hay más personas conectadas a Internet de modo permanente, desde sus teléfonos móviles..., para incidir en el procesamiento de información que tiene una comunidad y condicionar la capacidad de pensar, de tener juicio y apropiarse de la atención de la gente.
Hoy muchos hablan de la guerra cognitiva, pero, a diferencia de otros fenómenos en boga, éste no es otra teoría de la conspiración. La doctrina proviene de la OTAN, pionera en aplicarla, documentarla y hasta dar respuestas a preguntas como la de Fidel: ¿en qué tiempo se cambia la mente de alguien? A veces a la velocidad de un clic.