En 2023, los bosques y, en general, los ecosistemas de la tierra no alcanzaron a frenar un significativo aumento de dióxido de carbono en la atmósfera. Los sistemas ecológicos centrales (la selva del Amazonas, los bosques canadienses, los pastizales ucranianos, etcétera) son los encargados de absorber hasta 40 por ciento del CO2 que automóviles e industrias arrojan al ambiente.
El año pasado, el nivel de absorción descendió sensiblemente, según el estudio recién publicado por Philippe Cials junto con investigadores del Laboratorio de Ciencias del Clima y el Medio Ambiente, un complejo científico francés. Aducen varias razones: los incendios forestales en los bosques de Estados Unidos y Canadá, la quema continúa de la selva del Amazonas y el aumento de la temperatura del mar.
En mayo pasado, una noticia aparentemente alejada de este fenómeno –que pasó inadvertida a la opinión pública– ofreció otras claves. La fundación Changing Markets acusó a 22 firmas trasnacionales de ganadería y productos lácteos de emplear las mismas tácticas que las empresas tabacaleras para “distraer, demorar y descarrilar las acciones contra el cambio climático, pues generan emisiones de gas mayores que el sector energético”.
¿Cuáles fueron estas tácticas dilatorias de las industrias tabacaleras? En 1953 se descubrió que el contacto permanente entre el alquitrán y el tejido vivo podía inducir cáncer. Los consorcios del Big Tobacco lograron posponer por más de tres décadas las leyes que regulan hoy la venta y el consumo de cigarros. De igual manera, hoy se sabe con certeza que la diabetes, la hipertensión y la mayoría de los males cardiacos tienen su origen en la ingesta desmedida de productos cárnicos (y no necesariamente por los conservadores que emplean).
¿Cuál es la relación entre el aumento desorbitado del CO2 y las trasnacionales de la carne?
El nexo sucede en varios niveles. El más decisivo radica en el ámbito de la deforestación. La expansión masiva de las trasnacionales cárnicas (en México han inundado ya la esfera de los supermercados, como Wild Fork, SuKarne) se ha basado en la tala sistemática de bosques y foresta a lo largo del planeta. (En México, la deforestación alcanza 61 por ciento de los bosques que existían en los años 60.) Los animales requieren pastizales exentos de árboles.
Además, 70 por ciento de la agricultura está destinada a la producción de forraje (su rama más lucrativa), cuyas plantaciones aumentan de manera exponencial el bosquicidio. Sin bosques la atmósfera se satura de dióxido de carbono. El aire que respiramos es el mismo que inhalaban quienes así morían antes de ser incinerados en los hornos de los campos de exterminio nazis.
Existe otro efecto colateral: más de 80 mil millones de vacas, cerdos, gallinas y borregos en todo el mundo –cuyo destino son los rastros– expiden metano, un gas más tóxico aún que el CO2. Desde hace tres décadas, estas industrias son letales para la vida pública y política en la defensa de sus intereses: persiguen y asesinan activistas en Brasil, México, Estados Unidos, Australia y el centro de África; amenazan y atentan contra quienes las denuncian en la opinión; acosan a organizaciones que las exhiben y deponen a funcionarios que se oponen a sus políticas.
Los científicos que entrevistó Changing Markets coincideron en la misma conclusión: hoy la única forma de reducir el aumento de la temperatura es reducir el volumen de metano en la atmósfera. Un gas que perdura hasta 12 años activo.
La lógica del antropoceno manda aquí hasta el delirio. En esa lógica, el ser humano se arrogó violentamente el derecho de dar vida y muerte a todas las demás especies. Ahora se alcazó un límite. El problema no es sólo la impunidad que reina contra quienes abusan de los animales; son las estrategias de su masacre constante. La actual locura dietética (se ingiere carne hasta tres veces al día) no sólo es resultado del quiebre de la empatía con el mundo animal, sino –para el ser humano– de la devastación de su propia condición física.
¿Será que una presidenta ecologista logre imponer un giro a esta devastación que es, simultáneamente, climatológica, rural y acuífera? Sembrando Vida fue un programa que, sin duda, redundó en resultados loables. Más de 100 millones de plantas fueron sembradas sistemáticamente a lo largo ancho del país. Pero se trata de cultivos locales, no de producción de bosques. Para ello se requiere sembrar árboles que ese mismo programa llama “maderables”. E impedir y castigar drásticamente su tala. ¿Y la empresa privada? ¿No es hora acaso de que las empresas que más agua emplean –embotelladoras, minería, industrias lácteas–, que desecan áreas enteras y castigan a poblaciones completas con falta de agua, tengan la obligación constitucional de reforestar ecológicamente los ambientes que abaten?