Habermas mostró, hace ya 60 años, cómo se construyó la esfera de lo público o ámbito de la opinión pública. Su análisis jugó un papel importante cuando en Alemania se debatían las posibilidades de contar con una prensa crítica de cara a una polarización que paralizaba o desorientaba la reflexión en los espacios públicos. Gracias a la obra de Habermas, hoy nos percatamos de cómo la prensa impresa desempeñaba un papel fundamental en la construcción de una ciudadanía reflexiva y crítica en la época de la guerra fría.
De ese tiempo a nuestros días, es claro que la proliferación de medios de comunicación digitales han venido a trastornar severamente el porvenir de la prensa impresa: sus lectores se han trasladado a las pantallas digitales. Así, se abrió una esfera de acumulación de capital que sacudió seriamente la economía y la tecnología de los principales diarios del mundo.
Aquellos que entendieron la importancia de ese nuevo canal de comunicación –las redes– pudieron transitar hacia el nuevo escenario de información y sobrevivieron al derrumbe de los medios impresos en papel. Los montos de capital en este nuevo campo tecnológico permitieron una nueva etapa de centralización y concentración económica.
Las benditas redes sociales tienen por esa razón un papel ambiguo. Son una superficie donde transita todo tipo de mensajes, pero su dueño puede inhibir o potenciar los mensajes que mejor convengan a su negocio. Si en la época de Habermas era válido recuperar el mensaje de la ilustración –“atrévete a pensar por tu cuenta”–, en el siglo XXI asistimos a una regresión de consecuencias aún poco claras.
Con esto quiero decir que los medios digitales, a diferencia de los impresos, juegan en una escala distinta: son por su naturaleza potencialmente globales y, por ende, sus mensajes se desplazan sobre un campo estratégico más potente. Quien controla la red, puede en suma dirigir el flujo de la comunicación y marcar límites a las opiniones y a la reflexión colectiva global. La opinión pública experimenta en este sentido una situación ambivalente: puede contar con un territorio más libre, pero también más controlable o manipulable.
Snowden mostró que los lectores de pantallas también son, a su vez, leídos. Que el usuario de un teléfono móvil está siendo observado y sus gustos e inclinaciones son objeto de un inventario que las empresas aprovechan para vender mejor sus productos. En este contexto, no es difícil entender por qué Elon Musk decidió finalmente hacerse de Twitter. Su capacidad para hacer negocios en el nuevo campo abierto por las comunicaciones digitales se manifestó desde muy pronto: él fue de los primeros en instalar mecanismos para hacer pagos vía Internet (PayPal).
Ahora prosigue con esa lógica: subsumir las redes de comunicación a las lógicas de comunicación de capital. Sin embargo, ahora cruza una frontera y va ya abiertamente más allá de la economía: al adueñarse de la red que bautizó como X, se apropia de un instrumento para promover sus negocios y a aquellas entidades de poder que sean favorables a sus proyectos empresariales. Esto es lo que está ocurriendo en este momento: al extender su influjo al campo político, promueve a Trump, sabotea a Kamala Harris, prohíbe los mensajes pro Palestina, apapacha a Milei, por mencionar sólo a algunos de sus mensajes más vistosos.
El hecho de que la Unión Europea le haya recordado que hay códigos de conducta en el campo de las comunicaciones, normativas que él tendría que acatar en el viejo continente, y que haya respondido a los emisarios con un tono burlón, sólo nos da muestras de lo simpático que puede llegar a ser este tipo de autoritarismo digital. Si él puede censurar, ¿habrá quién pueda marcarle un límite? ¿No está en riesgo la democracia con este tipo de millonarios manipulando abiertamente los canales donde fluyen los mensajes políticos?
* Doctor en ciencias sociales