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Un réquiem por la verdad

24 de agosto de 2024 00:01

Un niño de 11 años murió el pasado 18 de agosto atacado por un joven en un pueblo de Toledo, en España. Como resorte, las redes corrieron a denunciar al autor, árabe según unos, gitano según otros. Dos días antes, un pescador de la localidad de Arenys de Mar, en Cataluña, murió por las cuchilladas recibidas a manos de un migrante, según la información que circuló en un primer momento. Dos semanas atrás, el 30 de julio, fue un hombre de 40 años el fallecido en Valencia tras recibir varias puñaladas. Por las redes corrió como la pólvora la sentencia: “Un inmigrante ilegal argelino decapita a un hombre español de 40 años”.

No se trata de encender una falsa alarma sobre la inseguridad en Europa, nada más lejos de la realidad, sino de hacer notar que en estos tres casos –son muchos más, podríamos llenar varias páginas–, la autoría atribuida en las redes por perfiles de extrema derecha no se correspondía con la realidad. Los tres crímenes fueron perpetrados por ciudadanos españoles canónicamente blancos, igual que el asesinato de tres niñas en Southport, origen de los disturbios en Gran Bretaña, no fue obra de ningún solicitante de asilo, como se difundió en un primer momento.

El mecanismo (crimen-bulo-señalamiento-linchamiento) no es nuevo, pero viene agravándose con el tiempo. Las rectificaciones, las aclaraciones, los manidos fact-checking, siempre llegan más tarde y no logran una décima parte de la difusión obtenida por las falsas noticias. Los bulos viajan en Fórmula 1, la verdad lo hace en una carreta empujada por asnos.

Un noble animal en el que, por cierto, parece haberse inspirado la fiscalía al proponer, esta misma semana, el fin del anonimato en redes y nuevas capacidades punitivas como medio para acabar con los bulos y los delitos de odio asociados. Como si el problema fuese el anonimato. En un proceso judicial es relativamente fácil identificar a la persona detrás del nickname. Es más, no son pocos los que difunden estos bulos a cara descubierta, empezando por el flamante nuevo eurodiputado Luis Pérez, conocido como Alvise, experto en avivar y sacar partido económico de las bajas pasiones de hombres pretendidamente agraviados por el mundo que les rodea.

El problema, en el ámbito judicial, tiene más que ver con la importancia (poca, usualmente) que los propios jueces dan a estos bulos, pese a estar más que demostrado que las mentiras virtuales tienen consecuencias muy reales cuando es un grupo vulnerable el señalado. Véase lo ocurrido en Reino Unido con los musulmanes este mismo verano.

La desidia judicial queda de manifiesto, por ejemplo, en el caso del cartel electoral que Vox instaló en una valla publicitaria en 2021, pretendiendo comparar lo que cuesta a las arcas públicas mantener a un menor migrante no acompañado –al que presentaban encapuchado y amenazante– y lo que recibe como pensión una mujer mayor jubilada.

Los datos eran manifiestamente falsos, pero los jueces archivaron las denuncias presentadas, concluyendo, textualmente, que “con independencia de si las cifras que se ofrecen son o no veraces”, estos menores migrantes “representan un evidente problema social y político, incluso con consecuencias o efectos en nuestras relaciones internacionales, como resulta notorio”. A la Audiencia Provincial de Madrid sólo le faltó pedir el voto por Vox. El problema, en España, no tiene tanto que ver con la ley, sino con quienes deben aplicarla.

Llegará el día en que los investigadores del futuro se pregunten, sorprendidos, cómo es posible que la época de los algoritmos, la inteligencia artificial y los servicios de fact checking 24 horas sea una de las épocas en las que más difícil resulta, a menudo, llegar a la verdad. Quizá una explicación se encuentre, siguiendo a Todorov en un desarrollo tecnológico que ha buscado más reproducir la actividad humana para llegar a sustituirla, que como un complemento capaz de elevar las capacidades de nuestra especie.

Sea como sea, es uno de los signos de los tiempos, no sólo en las redes. En este momento es materialmente imposible saber qué demonios ocurre en Ucrania, igual que se hace francamente difícil entender la secuencia que ha seguido a las elecciones en Venezuela. No tanto por el habitual cuestionamiento opositor, sino por posicionamientos menos habituales como los de Lula o Petro. De Boric ya mejor ni hablamos.

También es difícil obtener información fiable sobre un Congo desangrado por la minería y golpeado ahora por la viruela del mono, o sobre una Indonesia alzada contra una reforma electoral y una Bangladesh tomada por los estudiantes. Los corresponsales de prensa son, desgraciadamente, una especie en peligro de extinción.

Pero esos mismos investigadores del futuro bien podrían preguntarse también si la verdad era algo que importaba en esta época, si la realidad gozaba de prestigio alguno. Pues no hay trampa ni ardid en el genocidio que Israel está cometiendo en Gaza. No hay ocultación, triunfa la transparencia. Y las consecuencias son nulas. ¿Cómo no va a tener la mentira vía libre, si la verdad no sirve para nada?



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