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La transición soñada

23 de agosto de 2024 00:02

Sueña la oposición con una ruptura entre el Presidente saliente y la mandataria entrante, tal vez a la manera en que Echeverría le cargó a Díaz Ordaz y a los misteriosos “emisarios del pasado” la responsabilidad –que él compartía– por la represión de 1968. Pero aquí no hay deslindes necesarios, porque no hay crímenes de Estado, como en aquella época. Sin embargo, los opositores están seguros de que, una vez terminado su periodo presidencial, Andrés Manuel López Obrador no logrará reprimir su protagonismo, como no lo logró Luis Echeverría, razón por la cual su sucesor lo envió de embajador a unas islas situadas al otro lado del mundo. Y es que siguen sin poder creer que para AMLO la política es un medio y no un fin en sí, un instrumento de transformación y no un escaparate para el lucimiento, por más que su empeño y la circunstancia que ha vivido se lo otorgaron sobradamente.

Sueña la reacción opositora con que la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, tendrá que dedicarle la primera mitad de su sexenio a poner distancia y a enviar reprimendas implícitas a su antecesor, como lo hizo Miguel de la Madrid con respecto a José López Portillo, quien le dejó el país hecho un desastre, circunstancia que se repitió al terminar el gobierno de De la Madrid. Carlos Salinas no tuvo que emprender acciones decisivas para eclipsarlo, no sólo porque De la Madrid vivió siempre eclipsado, sino porque su principal preocupación era remontar la falta de legitimidad derivada del fraude que lo encaramó en la Presidencia en 1988.

Otra transición de ensueño para este 2024 habría sido, a ojos de los odiadores de la 4T, la que ocurrió entre Salinas y Ernesto Zedillo con el telón de fondo de la insurrección del EZLN y los estremecedores asesinatos políticos que todo mundo leyó como expresión de ajustes internos en el seno del grupo gobernante; esa transición fue, para colmo, el precedente inmediato de un desplome económico sin precedentes (“ustedes nos dejaron la economía colgada de alfileres”, reprochaban los zedillistas a los salinistas; “sí –contestaban éstos–, pero ustedes quitaron los alfileres”). Aquello acabó con un Salinas de Gortari en el bote, con más homicidios (y suicidios dudosos) de políticos y funcionarios priístas y una ruptura interna tan irremediable que en la elección siguiente el candidato priísta perdió la Presidencia. La única línea de continuidad entre esos dos gobiernos fue la perversa y obsesiva estrategia privatizadora que, una vez agotados los bienes públicos, terminó convirtiendo en públicas las deudas privadas.

Por desgracia para esos soñadores reaccionarios esta vez no hay insurrección –a menos que pretenda considerarse tal el esperpéntico paro de labores que un sector de funcionarios y empleados del Poder Judicial realizan en defensa de sus prebendas ilegítimas o, peor aun, de las de sus superiores. No hay apocalipsis económico, por más que calificadoras, consorcios financieros y el embajador Ken Salazar agiten el espantajo de una crisis –o, cuando menos, de una caída del comercio– como resultado de la instauración del método electoral para escoger a jueces, ministros y magistrados. Vaya, pues: ¿tan catastrófica puede ser la democracia? ¿Y qué dirían Salazar y sus jefes si el gobierno mexicano y sus representantes le aconsejaran a los legisladores estadunidenses que supriman el antidemocrático Colegio Electoral y que instauren el voto directo?

En otro frente, tras fracasar en su intento por adjudicarle a Claudia Sheinbaum una ilegitimidad como la que padecieron Salinas, Calderón y Peña –los dos primeros, por robarse la Presidencia, el tercero, por comprarla–, los desconsolados opositores trataron de impedir al menos que la 4T tuviera la capacidad de llevar la regeneración nacional al texto constitucional y, con ese propósito, quitarle la mayoría calificada que la voluntad popular le otorgó. En ese afán han tocado al antes intocable INE, han ensayado toda clase de piruetas para decir que en realidad la Carta Magna no dice lo que dice, sino otra cosa (vaya que les encantaría instituir un Rubén Aguilar constitucional que aclare: “lo que quiso decir la Constitución es…”).

Finalmente, la oposición se agranda en alianzas, pero se achica en respaldo popular: ya es claro que cuenta con el apoyo activo del gobierno de Joe Biden –sea vía los subsidios oficiales al membrete de Claudio X. González o mediante la indecente intromisión del embajador Salazar en el proceso de reforma judicial–, pero la marea rosa ha pasado en las calles de las decenas de miles a los centenares de asistentes. Así las cosas, una de las últimas ilusiones de estos soñadores del desastre es que el segundo gobierno de la 4T traicione sus promesas de campaña –como lo hicieron de manera sistemática los últimos ocho presidentes prianistas– y deje de lado sus compromisos. porque así lo exigen la burocracia judicial, las cúpulas patronales, un puñado de trasnacionales depredadoras o un diplomático metiche.

Hasta en sus sueños se equivocan. No entienden que México dejó atrás hace ya seis años la condición de oligarquía colonizada.

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