Más allá de la crítica que siempre ha recibido el financiamiento público a los partidos por su injustificable cuantía, es necesario reflexionar acerca de sus consecuencias indeseables para la democracia. Por principio de cuentas, supone una distorsión de la vida cívica al crear las condiciones para que la política partidista sea vista como un negocio en el cual se compite por votos, no por que se tenga un proyecto de país del cual se desea convencer a la ciudadanía, sino porque son la vía de acceso a salarios exorbitados, asignaciones discrecionales, autos de lujo, choferes, oficinas y demás servicios personales
que es inadmisible pagar con los recursos de los contribuyentes.
Además, a estas alturas queda claro que los presupuestos multimillonarios no han podido garantizar que dichos organismos cuenten con partidas presupuestales cuyo origen sea lícito, claro y conocido por ellos mismos y el resto de los ciudadanos. El hecho es que ha resultado contraproducente: en cada periodo electoral es evidente para todo observador que uno o varios partidos excedieron de manera flagrante los topes de gastos, por lo que no sólo derrocharon el dinero público, sino que, para colmo, operaron con recursos de procedencia dudosa.
La afluencia de capitales virtualmente ilimitados a las campañas ha propiciado la confusión de la arena política con un mercado y el consiguiente surgimiento de un empresariado parásito que incluye a consejeros, asesores, firmas de consultoría y de imagen pública, agencias de publicidad y mercadotecnia, empresas de demoscopía, bufetes de abogados especializados en derecho electoral y demás giros que viven directa o indirectamente de las arcas públicas. La mercantilización abona el terreno para la corrupción y el tráfico de influencias, como demostraron los cinco ex altos funcionarios del INE (encabezados por el ex secretario ejecutivo Edmundo Jacobo Molina) que unas semanas después de dejar sus cargos fundaron Pénte + Soluciones, empresa dedicada a lucrar con los conocimientos especializados, las conexiones personales y la información privilegiada a la que tuvieron acceso como integrantes de la élite del instituto.
A todos estos males debe sumarse el infligido al medio ambiente: sólo en la Ciudad de México, las campañas electorales pasadas dejaron tras de sí 30 mil toneladas de desechos plásticos, el doble de lo generado en los comicios de 2021. Los millones de pendones, espectaculares, lonas y otros materiales publicitarios hechos de plástico que pasan a ser simplemente basura en el minuto en que concluyen las tareas de captación del voto siempre han sido un dispendio cuestionable, pero se han vuelto francamente injustificables en una era en que una mayoría de la población se informa y entretiene en plataformas digitales.
Estas lacras para la democracia podrían evitarse si se volviera a un modelo de financiamiento de los partidos basado en las aportaciones de sus militantes bajo un estrecho escrutinio de sus ingresos y erogaciones. Semejante esquema tendría múltiples ventajas: por supuesto, el ahorro para el erario, pero también la racionalización del gasto, el involucramiento de los ciudadanos en las actividades de los partidos a los que apoyan, la exigencia de rendición de cuentas a los dirigentes por parte de una militancia empoderada y sacar de la vida política a los oportunistas sin vocación democrática.