Temía Don Justo, ministro de Instrucción Pública que, luego de crear la Nacional, alguien importante dijera que “la universidad no puede ser una educadora en el sentido integral de la palabra: la Universidad es una simple productora de ciencia, es una intelectualizadora; sólo sirve para formar cerebrales.”
Temía además que en ella se creara “un adoratorio en torno del cual se formase una casta de la ciencia, cada vez más alejada de su función terrestre, cada vez más lejos del suelo que la sustenta, cada vez más indiferente a las pulsaciones de la realidad social, turbia, heterogénea…” Y repetía que “esto sería una desgracia….” (“Discurso inaugural del Sr. Don Justo Sierra, Secretario del Despacho de Instrucción Pública”, 15 septiembre de 1910).
Esta disertación resultó ser una especie de testamento académico-político del ministro, pues pocas semanas más tarde, en Puebla y Chihuahua comenzaron los primeros combates de la Revolución de 1910 y dos años después, el 13 de septiembre de 1912, Justo Sierra llegaba al término de su vida en Madrid.
Ese discurso es muy importante no sólo porque marca el momento en que, con la Universidad Nacional, arranca la historia de las universidades mexicanas, sino porque cuestiona lo que ya es presente. Nuestras instituciones son cada vez más silenciosas respecto del entorno cercano y lejano, y esto es porque se han vuelto, nos han vuelto, radicalmente indiferentes.
Yendo al extremo, Gaza, por ejemplo, es un precedente terrible de barbarie para la humanidad –sólo falta la explosión de la primera bomba atómica “táctica”– y no hay reacción alguna desde los centros de humanidades y ciencias sociales, o desde las facultades de medicina y de ciencias donde es frecuente que se haga gala “del prodigioso avance de la humanidad con la ciencia”.
Las fuerzas armadas israelíes no sólo disparan indiscriminadamente contra todo ser viviente desde hace meses, también juegan al desplazamiento de multitudes de familias palestinas de un lado a otro, dando instrucciones confusas y luego bombardeando salvajemente escuelas y hospitales, universidades y casas donde antes les pidieron que se refugiaran.
Juegan también obstaculizando, ahora sí, mañana no, el paso de agua y alimentos, y miles de hombres y mujeres se ven obligados a participar en este juego hiriente y cruel, huyendo una y otra vez en vehículos destartalados y jamelgos exhaustos, cargados de niños y madres desesperadas, personas histéricas, arrinconadas, tratando de protegerse en paredes destruidas, llorando a sus hijos porque aunque aún estén vivos ya parecen condenados a muerte.
Gaza, aparentemente, queda muy lejos de México, pero hasta acá los dirigentes israelíes nos obligan a participar –cuando miramos silenciosos– en ese juego inhumano y mortal. Y juegan con nuestros silencios, los personales, con nuestra exasperación e impotencia, y con los silencios de nuestras instituciones universidades y gobierno. Saben que, cautelosos muchos gobiernos, como el mexicano, nada dirán, no romperán ningún acuerdo, ninguna relación (salvo, facilita, la de Ecuador). Y eso nos vuelve todavía más crueles.
Nuestro país, nuestros gobiernos que –como dice el poeta– no se arrepienten de que supieron ser valientes, aunque fuera por un momento, dieron asilo a miles, a españoles, árabes, palestinos, judíos, pero ahora callan, el que se va y la que llega callan, y lo mismo los y las rectoras y las y los funcionarios que olfatean que es mejor ser cautos y mejor invitan a las y los estudiantes a competencias (y les cobran) para ganar peluches.
Y callamos también las y los académicos y así callando todos. las y los estudiantes con quienes trabajamos todos los días, no saben qué pasa, pero también captan que es hora de callar. Y si alguno, rebelde, protesta y llama a actuar, lo prudente, de nuevo, es sólo verlo y callar.
Y se cierra el círculo. Y también nosotros nos quedamos en nuestra propia Gaza interna, como personas que no sabemos qué hacer, como universidad que ya aprendió hacer como que no existe, viendo cómo todo mundo nos ve, callados y por supuesto nadie nos extiende una mano y no rompe nuestras cadenas para ir y decir cosas. Y mientras, ese sí hablando claro, el católico Biden envía más bombas a sabiendas de que matarán sobre todo a inocentes.
Por eso la indiferencia, nuestra indiferencia, no es quietud ni reposo, sabemos que mata, y mata cruelmente. Y callando otorgamos salvoconducto, y callar se vuelve parte de nuestras universidades. Seguiremos entonces produciendo ciencia y premiando cerebrales, generando adoratorios, castas científicas e innovadores tecnócratas.
Y, ocupados como estamos en esas tareas, no educaremos, y viviremos la tristísima paradoja de que la medida de nuestra enajenación como universitarios nos la den unas cuantas líneas críticas, no de un progresista gobierno transformador, sino de un intelectual del porfiriato.
*UAM-X