Con sombrero Fedora o con gorra de visera estilo bolchevique o con cachucha plana en espiga o con boina era difícil ver en la vida diaria a Sergio Checo Valdez Ruvalcaba sin cubrirse la cabeza. Las usaba en la calle, en el estudio, en la cantina, en las alejadas comunidades chiapanecas, coordinando la ejecución de murales en Munich o mezcaleando y arreglando el mundo en casa de Daniel Tapia.
La broma en automático era si dormía con ellas. Él respondía con una sonrisa.
Nacido en 1940 en una familia humilde ligada a las artes gráficas, Checo fue, entre otras cosas, dibujante, publicista, diseñador editorial e industrial, monero que hizo sus pininos en la revista Ráfaga (oficio en que Rius le abrió la puerta), historietista (autor del cómic El Mulato), pintor, maestro universitario (según él, no daba clases, las facilitaba), promotor cultural, escenógrafo y vestuarista premiado, productor discográfico, activista en los movimientos médico (1964-65) y en el estudiantil popular de 1968 y preso político durante poco más de un año.
Marcado por la obra de David Alfaro Siqueiros y su incesante experimentación, Sergio, a pesar de ser conocido en muchos países como impulsor del muralismo comunitario y coordinador de la obra Vida y sueños de la Cañada Perla, rechazó ser muralista. “Es que suena muy acá, muy grande –decía–. Yo soy un simple muralero.”
Creía en la necesidad de un arte para servir y no para servirse. No se reconoció como artista. Admitió: “Tengo prejuicios hacia quienes, con un ego enorme, se creen artistas. Me dicen artista y siento feo. Para mí, no es tan valiosa mi obra como la acción social”. En sus proyectos de muralismo comunitario, explicaba: “No vamos como artistas a pintar. Llegamos como promotores, para animar a que la gente que no se atreve a pintar, lo haga”.
Sin embargo, se permitía travesuras personales del espíritu que tomaban la forma de instalaciones, para las que recogía arena y agua de todos los estados como representación de la fascinante riqueza de nuestros litorales.
Sergio pasó como cometa informal por la escuela La Esmeralda y la Academia de San Carlos. Sin dejar de chambear, sentó cabeza en la Escuela de Diseño del Instituto Nacional de Bellas Artes, donde estudió cerámica, esmaltes, pin tura en vidrio, mosaico. Se incorporó a estudios de marxismo y asistió a cursos de materialismo histórico en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí reafirmó sus inquietudes rebeldes, encontró explicaciones a las muchas injusticias y comenzó a volverse abiertamente anticapitalista.
Pese a no ser galeno ni estudiante, el amor lo llevó a involucrarse en el movimiento médico de 1964-65. Elaboró propaganda para la causa y formó parte de un grupo de acción que terminó dando forma al comité de lucha de la Facultad de Medicina. Participó en la confección del periódico mensual La Medicina y el hombre, del que se tiraban entre 10 y 16 mil ejemplares. Organizó importantes festivales culturales en solidaridad con la lucha.
En la segunda etapa de las protestas de las batas blancas fue muy cercano a uno de sus más relevantes dirigentes, el doctor Miguel Cruz, quien militó en el Movimiento Revolucionario del Pueblo de Víctor Rico Galán, y fue encarcelado junto a figuras como Rolf Meiners y Gilberto Balam.
Checo se sumó al Centro Popular de Cultura, impulsado por artistas como Óscar Chávez, Carlos Lyra y Margarita Bauche, que organizó recitales y seminarios en centros educativos de 15 estados. Sin embargo, se le atravesó el tsunami del 68 y rápido se zambulló en él. La policía destrozó su casa-estudio y él conservó la libertad milagrosamente.
Siguió adelante, con su amigo, el dramaturgo y cantautor Enrique Ballesté, uno de los fundadores del Cleta. En 1969 participó con él, como escenógrafo y vestuarista, en Vida y obra de Dalomismo. La obra obtuvo el Premio Celestino Gorostiza de ese año, en cuatro de cinco categorías.
Durante casi 40 años, Sergio fue profesor (él se definía como promotor de la educación) en el Taller de Comunicación Gráfica de la UAM-Xochimilco. No impartía clases, las facilitaba, promoviendo que los alumnos identificaran problemas de comunicación social y los resolvieran gráficamente, aplicando sus conclusiones y evaluado sus resultados.
En febrero de 1998, en la cañada del río de la Perla, a mil kilómetros del Distrito Federal y a 83 kilómetros de pésimos caminos de la ciudad más cercana (Ocosingo), coordinó, con los indígenas zapatistas, la ejecución del mural de Taniperla. Lo pintaron en 24 días, a partir de las ideas de las comunidades. Su entramado conceptual fue comunitario, plasmó la información que consideraron relevante, para verse a sí mismos y mostrarse al mundo.
La obra duró 44 horas. Mil 200 soldados y policías la destrozaron y saquearon el poblado. Checo fue enviado a un “retiro espiritual tras las rejas” con 15 personas más, durante poco más de un año. Como si fuera una rencarnación de Espartaco, el mural regresó multiplicado en obras gráficas y en otros 50 murales en más de una veintena de países, incluido uno que se colgó en la Sagrada Familia, en Barcelona.
La experiencia de pintar obedeciendo, enriquecida y sistematizada junto a su colega Fabiola Araiza, permitió desarrollar una metodología sobre el proceso creativo del muralismo comunitario participativo que se ha reproducido exponencialmente.
Sergio Checo Valdez fue, a un tiempo, gigante de la plástica mexicana y formidable educador alternativo. Ataviado con alguno de sus sombreros, con su infinita modestia y sencillez, el muralero rebelde apenas marchó a llenar el horizonte de otros bellos colores.
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