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Rosario Castellanos y la filosofía / Elena Poniatowska

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El 4 de agosto se cumplieron cincuenta años de la muerte de la escritora Rosario Castellanos. Foto Rogelio Cuéllar
11 de agosto de 2024 08:31
El domingo 4 de agosto de 2024 se cumplieron 50 años de la muerte de Rosario Castellanos, la gran escritora que (según Carlos Monsiváis) quiso librarnos de la condena sexista de que a las mujeres les tocan los sentimientos y a los hombres las ideas.

En los años 50, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) no hizo aportaciones esenciales femeninas a la filosofía, sobre todo, si nos atenemos al diccionario que define a la filosofía como el estudio racional del pensamiento humano desde el doble punto de vista del conocimiento y de la acción.

Racionalizar el pensamiento es difícil para nosotras las mujeres (aunque aguantemos filosóficamente situaciones personales y políticas), porque en muchos casos tendemos a desviarnos hacia el misticismo, que es harina de otro costal. La religión hace mella en la vida cotidiana y en las aspiraciones femeninas (quizá más que en los hombres), y su peso nos dobla las manos. El misticismo une el alma con Dios y a esa perfección han aspirado muchas religiosas, que para entregarse al Divino Esposo entraron al convento.

Entre las escritoras mexicanas (excepción hecha, claro está, de Sor Juana), Rosario Castellanos es quien estuvo más cerca de la renuncia al escribir Sobre cultura femenina, su tesis presentada el 23 de junio de 1950 en la UNAM para obtener el grado de maestra en filosofía ante Leopoldo Zea, Oswaldo Robles, Paula Gómez Alonso, Eduardo Nicol y José Romano Muñoz.

Rosario se preguntó en voz alta si hay una cultura femenina y el solo hecho de ponerlo a discusión convirtió su interrogante en preocupación filosófica. Sería bueno saber qué pensó Eduardo Nicol de las ideas de la alumna quie se dedicó a pintar al sexo femenino como incapaz de entrar al reino de la cultura por su misma fisiología.

Nicol debió sorprenderse ante esa joven chiapaneca que supo hacer reír al ponerse a ella misma en entredicho ante académicos que sonreían a pesar de que nadie ríe nunca en un examen profesional.

De que a Rosario le interesó más la literatura que la filosofía queda patente en el hecho de que jamás se presentó para obtener su doctorado en filosofía, porque sobre todo quería escribir. Declaró ante sus sinodales que ni siquiera estoy acostumbrada a pensar.

Me pregunto qué cara pondría Sor Juana al oírla decir con su voz siempre irónica: No sólo mi mente femenina se siente por completo fuera de su centro cuando trato de hacerla funcionar de acuerdo con ciertas normas inventadas, practicadas por hombres y dedicadas a mentes masculinas, sino que mi mente femenina está muy por debajo de esas normas y es demasiado débil y escasa para elevarse y cubrir su nivel.

Dos o tres meses más tarde, Rosario habría de viajar con Dolores Castro a España y volverse discípula de Dámaso Alonso, pero nunca dejó de hacer hincapié en su inferioridad como demuestran sus cartas dirigidas a Ricardo Guerra.

Siempre me he preguntado qué tan lejos han llegado las mexicanas en la filosofía. Sé que en el hermoso edificio de Filosofía y Letras de la UNAM se venera a Juliana González, Graciela Hierro, María Romana Herrera, Margarita Valdés Villarreal, Griselda Gutiérrez, Mari Flor Aguilar y algunas más que han hecho aportaciones valiosas, pero ninguna, desde luego, ha encontrado un sistema filosófico superior al de Platón.

Algunas se dedicaron a la lógica, otras a la epistemología, pero los que sonaron e hicieron escuela fueron los nombres de Leopoldo Zea, Alejandro Rossi, Ramón Xirau, Luis Villoro, Adolfo Sánchez Vázquez (quien vino de España en 1939 y a quien quise mucho porque, además de paciente, era muy guapo), Eduardo Nicol, José Gaos (cuyas conferencias atendió mi madre) y José María Gallegos Rocafull, muy mundano, ya que aceptaba invitaciones a comer a la casa y oía con indulgencia todas las insensateces que iban de un plato al otro.

Aunque hoy haya tantísimas mujeres en la Facultad de Filosofía y Letras, ningún nombre sonó tanto como el de Alejandro Rossi, quien también entró a la literatura gracias a su Manual de un distraído. A Ramón Xirau se le caía encima toda la ceniza de su cigarro prendido desde el amanecer. A quien más quise y admiro es a Gabriel Zaid, quien no se considera filósofo, pero que nos ha enseñado a leer en bicicleta, aunque yo caiga en todos los baches que la lluvia esculpe en el empedrado de Chimalistac.

A Emma Godoy la recuerdo dando consejos y lecciones edificantes en sus populares emisiones de la XEW, pero su novela Érase un hombre pentafásico, según mi gurú Carlos Monsiváis, no va más allá de las promociones editoriales del Reader’s Digest. Su tía Lucila Godoy Alcayaga, es decir, Gabriela Mistral, quiso dar sentido filosófico a su poesía y los críticos juzgarán si lo logró. Por lo pronto, filósofa o no, Gabriela Mistral descansa en paz con su cabeza sobre la almohadita de un Premio Nobel concedido por primera vez a una latinoamericana, aunque fue María Zambrano quien dejó su legado en el Colegio Nicolaíta de Morelia, en 1939, y recibió a todos los deslumbrantes y generosos refugiados de la guerra civil de España.

Durante su estancia en España, la gran revelación para Rosario Castellanos fue Santa Teresa de Ávila. Se lo escribió desde Madrid a Ricardo Guerra en 1950:

“(…) Todo lo que usted me cuenta de que ha estado leyendo su Imitac ión de Cristo coincide con lo que he estado leyendo yo de Santa Teresa y San Agustín. Es que con este problema religioso yo no sé en qué voy a parar. Desde luego la religión es algo que jamás me ha sido indiferente, y mucho menos ahora. Con mi corazón tengo un hambre horrible de ella, pero cuando trato de acercarme a saciarla se me oponen una serie de objeciones de tipo (¡!) intelectual. Yo que jamás razono, que no tengo ninguna capacidad lógica y, sobre todo en este caso, ninguna instrucción religiosa, me pongo a criticarla y a parecerme todo absurdo e irracional, y por eso mismo inaceptable.

“Ahora estoy empezando a sospechar que estoy usando para entenderla unas categorías equivocadas. Porque no es con la razón, así en frío, como se puede llegar a ella.

“(…) Pero entonces me entró una curiosidad por lo que era la mística y me puse a leer a Santa Teresa. Mire, es uno de los libros que más me han conmovido y que más alcance han cobrado ante mis ojos. Volver a poner frente a uno la humildad y la caridad, con toda su trascendencia, con toda su importancia. Mi primer movimiento fue de total adhesión y el plan de cambiar de vida. Pero, ay, mis propósitos me duraban dos o tres días.”

En su tesis Sobre cultura femenina, Rosario plantea: ¿qué es cultura?, y se pregunta si su acceso le ha sido negado a las mujeres. Lo hace en el mismo tono que usará más tarde en sus cartas a Ricardo Guerra, ya que plantea su incapacidad de ingresar al mundo masculino. Al plantear frente a sus sinodales que ella es tonta, frágil, débil de entendimiento y de muy escasas luces, repite una de las cartas que escribió a Guerra:

“Es absurdo, es tonto y es torpe estar escarbando en una herida, lastimando con las propias manos una llaga, reabriendo una cicatriz. Pero es que estoy sola y no sé estarlo, cargo mi soledad como un fardo demasiado pensado; soy tan insuficiente, me siento tan necesitada del calor de los demás y me sé tan superflua en la vida de todos. En cualquier casa a la que voy soy una intrusa, me ven como un bicho raro y desarraigado, cuando no como un estorbo. Y sí, exiliada de este mundo de los afectos y las relaciones humanas, trato de encontrar mi justificación, mi razón de ser en otras actividades ¿Qué encuentro? Usted lo sabe bien. Una tarea sin trascendencia y sin relieve en la que tampoco me pongo en comunicación con los demás, tampoco me apodero de ninguna de las cosas del mundo que están fuera de mí ni las poseo. Y esto, dígame usted, ¿no es también un dolor? ¿No es también un fracaso? Y todavía los otros cacareando alrededor de uno: diciéndole en su cara ‘poetisa’, como el peor insulto y la peor burla. O llenándolo de alabanzas frívolas, de elogios sin fundamento, de críticas sin justicia y sin conocimiento. Y ese testigo que todos pretendemos infalible, capaz de penetrar nuestras más recónditas y ocultas intenciones, capaz de pesarnos en una balanza fiel, Dios, lo he perdido y no lo encuentro ni en la oración ni en la blasfemia, ni en el ascetismo ni en la sensualidad.”

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