Cataluña tiene nuevo presidente, aunque es perdonable no haberse enterado, pues todos los focos se los llevó el jueves Carles Puigdemont, el ex presidente independentista que, tras siete años de exilio, se presentó en Barcelona desafiando la orden de detención en su contra. Tras ello, desapareció.
Se esfumó, poniendo en ridículo a la policía catalana y dejando con la miel en los labios a los jueces que en el Tribunal Supremo llevan años suspirando por ponerle la mano encima. Tanto, que se han rebelado abiertamente contra la Ley de Amnistía aprobada por el Congreso, manteniendo una orden de captura por malversación que contraviene totalmente la letra y el espíritu de la norma del Poder Legislativo. El lawfare, en España, no empezó con Pedro Sánchez.
Como truco de magia, la acción de Puigdemont fue impecable. Su utilidad política, sin embargo, no está clara. Porque mientras la gente se preguntaba dónde estaba el líder exiliado, dentro del Parlamento catalán elegían al primer presidente no independentista de los últimos cinco lustros, consecuencia de la pérdida de la mayoría separatista en las elecciones de mayo. Se trata de Salvador Illa, candidato del PSC, la sucursal catalana del PSOE de Sánchez.
No son pocos los que han querido ver en esta investidura el último clavo sobre la tumba del proceso separatista que, en otoño de 2017, puso en jaque los cimientos del Estado español con un referendo de autodeterminación celebrado de forma desobediente y ante la actuación violenta de la policía española. ¿Se acabó, pues, lo que se daba en Cataluña? Quizá no todo sea tan fácil, para empezar, porque resulta contraproducente pensar la historia en compartimentos estancos. Los procesos no se acaban, se transforman.
Por ello, resulta más apropiado hablar de fin de ciclo, de un cambio de fase como el que también se produjo tras el referendo de 2017, aunque se reconozca menos. Aquella cita marcó el fin de la etapa ascendente del pulso independentista, que desde entonces ha ido perdiendo nervio, lastrado por la represión española, en primer lugar –con el encarcelamiento y exilio de numerosos dirigentes–, pero también por las luchas internas en el seno del nacionalismo catalán. De hecho, es tentador situar las causas del fugaz retorno de Puigdemont dentro de esta pugna.
Expliquémonos. Illa ha logrado ser investido presidente gracias a los votos de ERC, el principal partido progresista en el campo del independentismo. Han acordado para ello un nuevo sistema de financiación que deje de maltratar fiscalmente a Cataluña, una demanda histórica. Esta nueva aritmética, que por primera vez en una docena de años da paso a acuerdos de gobernabilidad entre partidos españoles y catalanes, abre una fase en la que Junts (el partido de Puigdemont, heredero de la conservadora CiU) ha visto la oportunidad de criticar frontalmente a ERC por haber investido un presidente españolista. Busca así imponerse en la lucha sin cuartel que ambos partidos mantienen por la hegemonía dentro del campo catalanista.
El regreso fugaz de Puigdemont subraya la anormalidad antidemocrática que supone su persecución por parte de una judicatura en abierta rebelión no ya contra los catalanes, sino también contra el gobierno de Pedro Sánchez. Pero en vez de tratar de agudizar las contradicciones españolas –que muestran que, al fin y al cabo, el problema con la democracia no lo tienen catalanes ni vascos, sino los propios españoles–, Junts ha preferido cargar las tintas tanto contra Illa como contra ERC, a la que han llegado a responsabilizar parcialmente de la potencial detención de Puigdemont. En el juego del mus, a esto se le llama jugar a pequeña.
Nos quedan, en cualquier caso, dos preguntas por contestar. Primera: ¿se acabó la apuesta independentista? El hecho nacional catalán no va a desaparecer, y el salto que miles de autonomistas han dado al independentismo en las últimas dos décadas no tiene vuelta atrás. Otra cosa es que este deseo pierda intensidad a la espera de mejores condiciones y mayorías más amplias. Todo dependerá, en buena medida, del grado de cumplimiento del acuerdo de investidura por parte del PSOE. Si se pone en marcha un nuevo modelo de financiación y se permite a Cataluña recaudar y gestionar los impuestos, será normal que las cosas se calmen los próximos años. No en vano, el catalanismo habría logrado una de sus demandas históricas.
Si no se cumple el trato, las condiciones seguirán dadas para que, cuando la coyuntura ayude, todo vuelva a acelerarse.
Segunda: ¿qué consecuencias tiene la apertura de esta nueva fase en Madrid? En ningún sitio está escrito que la victoria del PSC sea la del PSOE, que ahora tiene que lidiar con la rebelión de sus propios líderes territoriales, quienes denuncian un trato de favor a Cataluña. Además, Sánchez necesita los votos de Junts para sacar adelante la legislatura, y no parece que los de Puigdemont estén en su momento más pactista. La investidura catalana, por lo tanto, anuncia nuevas turbulencias en los ya difíciles equilibrios madrileños.